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Devuélvannos nuestras metas

17 de Febrero del 2013 - Aida Costales Bercial (Gijón)

Hace ya algo más de veinte años que empecé mi pequeña segunda familia. Hace ya algo más de veinte años que empecé el colegio. Recuerdo el primer día. Nos juntaron a todos en una clase, una de las maestras fue diciendo los nombres de cada uno de nosotros y repartiéndonos por grupos. A mí me tocó el grupo A de 1º de E.G.B., aunque es cierto que, con los años, todos acabamos mezclados y dejaron de existir los grupos. Juntos acabamos el colegio y seguimos en el instituto. Creo que incluso puedo decir que hubo pocos, muy pocos, cambios en los compañeros de pupitre durante aquellos doce años de bendita inocencia.

Cuando finalmente terminamos el bachillerato, tuvimos que decidir, por primera vez solos, qué camino queríamos seguir. Naturalmente no escogimos todos el mismo, pero sí decidimos todos seguir estudiando en la Universidad. Cada uno se decantó por estudiar lo que más le gustaba en aquel momento. Hoy, somos Licenciados o Diplomados o Ingenieros y hasta tenemos una Arquitecta, no nos falta nada.

Yo decidí estudiar Derecho. Mi primer día en la facultad de Derecho de Oviedo fue muy triste. Era la primera vez en doce años que me veía sola en una clase. Recuerdo volver a casa apesadumbrada y pensando que aquello era, seguro, el fin de una Era; no iba a volver a ser lo mismo entre nosotros. Por extraño que parezca no fue así. Tantos años después y seguimos juntos. Puedo decir que para mí, los cinco años que pasé estudiando Derecho fueron los más felices. Nunca dejamos de vernos. Nunca dejamos de ser nuestra pequeña segunda familia.

Todos, cada uno en su rama, teníamos sueños sobre qué seríamos el día de mañana, sobre qué seríamos, ya, hoy. Ya no eran los sueños de unos niños, que ven la edad adulta como algo lejano. Eran sueños cercanos, casi, casi podíamos tocarlos. Dejamos atrás el querer ser astronautas, futbolistas, magos para empezar a querer ser profesores, abogados, ingenieros, jueces, editores

Poco a poco fuimos acabando nuestras carreras. Últimos exámenes, proyectos de fin de carrera, alguna tesina, másteres Todo fue celebrado. No era para menos, nos esperaba la etapa, que todo el mundo decía, sería la más feliz de nuestra vida. Así nos incorporamos a la vida adulta con mil sueños, pero ninguno descabellado, sueños que nos decían que se iban a cumplir; sueños posibles, tan posibles que dejaron de ser sueños para empezar a ser metas.

Ahora, veintidós años después de aquel primer día, nos juntamos al menos una vez a la semana. Nuestras metas han vuelto a convertirse en sueños. Hasta hoy, una de nosotros podía decir que había llegado a su meta. Tenía un trabajo para el se había preparado en sus años de Universidad. Le iba bien. Precisamente esta semana se había ido un mes a Alemania por trabajo. Allí recibió una circular. La empresa para la que trabaja echa el cierre y ella vuelve para España. Era la única de nosotros que había alcanzado su meta. También para ella vuelve a ser un sueño.

No nos han robado nuestros sueños, porque aun hoy, incluso así, seguimos teniéndolos. Es lo que nos queda. Se están llevando nuestro futuro. Nos han robado nuestras metas.

Gracias que nosotros, nuestra generación, no tenemos cargas familiares. Peor están quienes con media vida andada se encuentran ahora sin medios para seguir y con una familia dependiente a sus espaldas. Nosotros no tenemos esas cargas. Nuestra generación no se puede permitir tenerlas.

Nos dijeron que estudiásemos para tener futuro. Que fuésemos constantes, que no decayese nuestro ánimo, que nos quedaba lo mejor. Nos lanzaron a esta nada que nos pierde de nuevo en sueños, como si volviésemos a aquel día de septiembre, para mí del año 1991, en que comenzó nuestro camino hacia hoy.

Lo más triste de todo esto es el desamparo que nuestra generación siente. Dicen que nos escuchan, que nos entienden, que sufren con nosotros. Conmigo sufren mis familias: la primera, que nunca me ha dejado de apoyar; y la segunda, esa que creamos juntos, con la que procuro reírme y en la que, a veces, no podemos evitar llorar pensando en un futuro que ya no es nuestro.

Que ningún político vuelva decir que me entiende, que me comprende y que me apoya, desde su pedestal dorado, su sueldo fijo, sus dietas y sus pensiones. He trabajado toda mi vida, que aún no es larga, pero es la mía, a cambio de mi futuro. No me lo han dado. Me lo deben. Ellos no merecen nada de mí, más que mi más sincero desprecio por la forma en que nos han conducido. No hablo de signos, no hablo de ideas, no hablo de partidos. Hablo de la clase política. La nueva clase social creada del parasitismo. La clase social carente de empatía.

Devuélvannos nuestras metas. Devuélvannoslas. Por favor.

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