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Amar hasta la muerte de cruz

27 de Marzo del 2013 - Pedro Bengoechea Garín

Ayer como hoy, de rodillas ante un Cristo desolado, escarnecido, reducido al más triste esquema de hombre, continúa despertando en cualquier corazón humano un sentimiento de compasión, al tiempo que surge la pregunta sobre el sentido de tanta desgracia, dolor y vejación. No hay una respuesta audible, sólo el silencio elocuente y persuasivo de un misterio insondable de amor, y una gran paradoja. Todo un verdadero Dios y Hombre, quien siendo justo, santo e infinitamente misericordioso, padece y muere –mejor dicho, es ajusticiado– ignominiosamente en una cruz. Pero ¿cuál es el motivo? ¿cuál su finalidad? ¿para qué y para quién sucede todo esto? ¿por qué con tanto padecimiento y escarnio? El motivo: un ardiente amor por el hombre. La finalidad: redimir, perdonar, salvar. El beneficiario: toda la Humanidad desvalida y pecadora. El modo de conseguirlo: a través del dolor y el perdón. Hablar, pues, del pecado, de la salvación, del dolor, del perdón, de la muerte y la resurrección, serían los temas imprescindibles de meditación de estos días. Jesús siempre manifestó su predilección por los pecadores y los pobres, entiéndase por pecadores aquellos que cometen pecados, que somos todos; y por pobres: los marginados de la sociedad, los desposeídos espiritualmente y los materialmente sin recursos. Sin embargo, éstos, desde otro orden de valores, son los agraciados, los destinatarios naturales del amor de Jesús. Exactamente igual entonces como ahora. Para llevar a cabo su obra redentora, la víctima expiatoria será Él mismo; el instrumento sacrificial, la cruz, el dolor. El dolor es el ingrediente normal y principal de la vida. El dolor nos asemeja a Cristo. Cuando todo falla, queda un pobre flanco de contacto con el Crucificado: el padecimiento. Es estremecedora la plegaria de Bernanos: «Pero nos queda, Señor, el sufrimiento, que es nuestra parte común contigo». El dolor a veces corrige, prueba a las personas, las santifica cuando existe la participación de los dolores expiatorios de Cristo y son soportados con idéntico espíritu con que sufrió Él. Solamente entonces ante el Santocristo todo nos resulta más fácil. Pero hay otro lado sorprendente en esta tragedia. Cristo muere, pero muere perdonando. Incomprensible en los tiempos que corremos. No sabemos ni queremos perdonar a nuestros deudores. Perdonar implica el daño, la ofensa, que no siempre se puede olvidar, pero que se debe anular, desactivar su potencial destructivo. Supone una reacción que no permite re-actuar según la ley del talión, porque evita juzgar y desvalorizar al ofensor, tratando de no identificar a éste con su obra. El perdón es comprensivo porque reconoce que detrás del mal hay siempre un ser humano vulnerable, pero capaz de cambiar, y además hay que creérselo y dárselo a entender. Es necesario perdonar. Decía Santo Tomás de Aquino: «La justicia sin la misericordia es crueldad». Cristo perdonó generosamente desde la cruz, sólo con Él podremos hacerlo también nosotros. Sin embargo, sólo el dolor y la cruz no son la salvación. Una vida entregada no puede acabar con la muerte. La vida que nos llega del Crucificado viene recuperada y potenciada por la resurrección. De ahí la secuencia clara: vida-muerte-resurrección que genera la salvación. La salvación es derrota y victoria, cruz y resurrección, que no ignora el dolor sino que lo asume, lo sufre, y de este modo, lo vence.

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