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Benedicto XVI: el poder y la palabra

20 de Marzo del 2013 - Servando Cano Lorenzo

Para algunos la renuncia de Benedicto XVI ha sido una sorpresa; para otros, un hecho normal, incluso trivial, que no merece más análisis. Las lecturas que se han hecho de la renuncia han sido diversas: víctima de intrigas y escándalos internos que lo han debilitado, o la falta de vigor para recomponer el mundo por razones de edad, o el gesto de huida, como algún frívolo ha dicho, de alguien que, como un cobarde, abandona su función aprovechando las sombras de la noche para irse y refugiarse en el placer del silencio y la lectura. Más allá del hecho, la renuncia del Papa es un acontecimiento que emite señales, que altera la realidad, la desvela y actúa como referencia crítica hacia el interior de la Iglesia y hacia la sociedad. Todo acontecimiento tiene un valor de signo que agita la quietud de las aguas del lago o de la charca.

El poder como servicio. Ligero de equipaje, Benedicto XVI abandonó la escena del poder e inició, consciente de su finitud y de sus límites, un último viaje hacia el silencio del convento.

De apariencia frágil, vulnerable, a diferencia de su predecesor, no se encontraba cómodo en la teatralidad de los grandes escenarios. Ahora se comprende su resistencia a aceptar el Pontificado. En el comunicado de su renuncia nos dijo que llegó a la certeza de que por su edad avanzada le faltaban fuerzas para ejercer su misión en el mundo de hoy sacudido por grandes interrogantes. Su renuncia fue un gesto de radical humildad, de libertad y de responsabilidad; un gesto de desapego y de crítica al poder por el poder, o al poder sin fines, o sin otro fin que el goce de sus privilegios. El bien de la Iglesia está por encima de la arrogancia del poder.

Subtítulo: Un Papa que intentó poner orden a la mediocridad intelectual de la Iglesia

Destacado: En su discurso dirigido a los artistas como buscadores de nuevas epifanías de la belleza, reunidos en la Capilla Sixtina, bajo la dramática belleza de la pintura de Miguel Ángel, Ratzinger proclama que el mundo necesita la belleza para no sucumbir a la desesperación

El poder de la palabra. Benedicto XVI no fue el Papa de los grandes escenarios. Fue el Papa de la palabra, que nace en su escritura bella, honda, limpia, cargada de sentido como un trigal maduro. Palabra que va a lo esencial y originario: el hecho de Jesús de Nazaret y que dialoga de modo crítico con la cultura moderna.

Vivimos hoy en un tiempo de crisis de la palabra: las relaciones personales se caracterizan por una «dramatización del yo»; en las relaciones sociales por la mentira, la simulación y los juegos de poder. Quizá es el poeta Paul Celan el que con más dramatismo experimentó el conflicto del lenguaje. La palabra puede ser una traición; puedo decir que Auschwitz no existió. La atadura a la lengua alemana –la lengua de la sangre y de la muerte– la vivió como algo insoportable. Aunque «un apretón de manos vale más que un poema» no renunció a la labor poética siempre que la poesía se sitúe en la búsqueda del otro, en la tensión dialéctica entre el ya y el todavía no. (En cada viaje a París me asomo al puente Miraveau desde donde se arrojó al Sena). En mis reflexiones siempre he distinguido la política de lo político. La política es un camino, una narrativa, un cuadro de acción que mira a la ciudadanía. Lo político se organiza en torno al poder y su ejercicio. El riesgo está en que los juegos de poder se conviertan en el código perverso a través del cual se procesan las demandas y se organizan los debates. La función del código es transformar el mensaje conforme a los juegos de poder: la realidad se oculta, se enmascara, la palabra pierde su valor, las promesas no se cumplen, las instituciones se degradan y se abren asuntos de agenda que no están en el dolor de la ciudadanía. Los «tiempos de oscuridad» llegan, dice Hannah Arendt cuando se apaga la luz en el discurso político que no revela lo que es la realidad sino que la barre debajo de la alfombra. La palabra requiere que alguien escuche y, si es posible, que conteste. La soledad de Benedicto XVI es la soledad de su mensaje: sus esfuerzos por poner orden en la vida de la Iglesia, en su mediocridad intelectual, en una sociedad que no tiene en cuenta el sufrimiento humano quizá no han tenido el fruto que buscaban.

La acción es uno de los lugares de la esperanza. En una de sus cartas aborda el Papa el tema de la esperanza. Señala George Steiner en su libro «Gramáticas de la creación» que existe un cansancio espiritual en el clima del siglo XX, un siglo que vive un contraste absurdo entre la riqueza disponible y la miseria efectiva. «La metamorfosis» de Kafka es la fábula que mejor define la modernidad como expresión del fracaso de lo humano. No obstante, no renuncia a la esperanza como hicieron antes Pascal o Kierkegaard. Sólo el hombre es capaz de conjugar el futuro. Son muchas las formas que pretenden cerrar el mundo de las expectativas. Fukuyama se atrevió a proclamar el fin de la Historia: nada hay más allá del capitalismo liberal. Esta clausura del mundo es el último metarrelato, construido en un tiempo en que las grandes narrativas han muerto. El discurso político de la derecha (la izquierda necesita construir el suyo) se caracteriza por echar el cierre: se hace lo inevitable, lo que pide el sentido común, sólo hay una lectura de la realidad. Esta visión de la fatalidad de la política contribuye a fomentar la resignación y a cerrar los caminos de la esperanza. Ratzinger nos convoca a la esperanza, que no es la espera pasiva a orillas del camino esperando a un Godot que nunca llega. El mensaje cristiano no es sólo «informativo» (decir cosas) sino «performativo» (cambiar la vida). Desde esta perspectiva dialoga el Papa con la cultura moderna: con Bacon y su fe en el progreso (la ciencia salvará al hombre), con el marxismo (el progreso hacia un mundo nuevo vendrá de la política) y con el pesimismo de los grandes pensadores de la Escuela de Frankfurt como T. Adorno que piensan que nada garantiza que el cinismo del poder no siga mangoneando el mundo. Para Adorno ni siquiera la lírica es posible después de Auschwitz.

La belleza que nos salva. La reflexión sobre el arte se ha centrado en torno al concepto de lo bello –el kalós griego– «Tú llegabas / y una amarilla paz de hojas caídas / reponía el silencio a tus espaldas», dice Ángel González en uno de sus poemas sobre el otoño. O como dice Antonio Gamoneda en el lirismo sublime de su poemario «Cecilia»: «estás sola en ti debajo de tu luz, llorando. / Hay un pétalo herido en tu rostro». Bellas y sentidas palabras de dos poetas, tan diferentes entre sí que forman parte de mis lecturas diarias.

En su discurso dirigido a los artistas como buscadores de nuevas epifanías de la belleza, reunidos en la Capilla Sixtina, bajo la dramática belleza de la pintura de Miguel Ángel, Ratzinger proclama que el mundo necesita la belleza para no sucumbir a la desesperación. También la Iglesia necesita del arte para hacer visible el mundo del espíritu. Son muchos los artistas que han definido su trabajo como hacer visible lo invisible, como penetración en la intimidad de la materia para escuchar la voz dormida de las cosas. La función esencial de la belleza consiste en provocar en el hombre una sacudida, una turbación que le obligue a salir de sí mismo. El arte está hecho para turbar, decía el pintor Georges Braque. Para Dostoyevski el mundo sólo se puede salvar en la belleza. La autentica belleza abre y amplía los horizontes de la existencia humana. Como señalaba Urs von Balthasar, la belleza es la palabra inicial del mundo donde se juntan la Verdad y el Bien. Hölderlin define la función del arte como hacer actuar lo ilimitado. No hay por qué «dejar el cielo a los gorriones» como pretendía Samuel Beckett. Como señaló Georg Lukács: ni una sola nota de Mozart podrá usarse nunca para un objetivo inhumano. Si el capitalismo liberal ha contribuido a cerrar el mundo (no hay alternativa), también ha pretendido amordazar la cultura despojándola de su dimensión crítica. Los manzanos que llenan de luz y de color el cuadro de Van Gogh sobre los «zapatos de labriego» son un gesto de esperanza ante un mundo rural de pobreza y de miseria. Ésta es la función del arte según Heidegger cuando analiza el cuadro del pintor holandés. Ahora que el Papa Benedicto XVI se ha retirado a la clausura de un convento, ojalá se oiga su silencio.

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