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Sobre el síndrome de Down

1 de Abril del 2013 - Enrique Portilla Fernández-Villaverde

Leo, oigo y veo los múltiples comentarios estos días con motivo de las jornadas del Down; noticias de personas con este problema que incluso han conseguido graduarse en la Universidad, con la natural alegría de ellos mismos, y, naturalmente, de sus progenitores.

Positivo, magnífico y digno de alegría sin atisbo de crítica alguna, pero creo que es una visión parcial del problema, que equivoca sobre la magnitud de la situación y hace concebir esperanzas frustradas a más de una familia en esta situación.

Durante 63 años he convivido con una persona con el síndrome de Down, mi propio hermano, y ello me da pie para opinar con conocimiento de causa.

Nació cuando mi madre tenía 49 años. Se desarrolló en un ambiente con consciencia y preocupación por su evolución y educación (mi padre y yo mismo, médicos).

Conseguimos que fuese mínimamente autónomo para comer y hacer sus necesidades, aunque con ayuda. Nunca fue posible que articulase palabra inteligible ni que llegase a conocer, por ejemplo, las cartas o las fichas de un sencillo rompecabezas. Torpe en su coordinación motora, llegó a manejar la bicicleta, con frecuentes caídas. Siempre necesitó asistencia y constante vigilancia. Llegó a ser socialmente adaptable y a convivir en el círculo familiar, donde era querido. Estas personas son mayoritariamente cariñosas, afables y sonrientes, y sensibles al afecto con que se los trata.

Quedó huérfano de padre y madre. La entrega, el cariño, la total dedicación familiar, pero, sobre todo y ante todo, la de mi mujer, su cuñada, su segunda madre, hicieron que viviese feliz hasta que en los últimos meses, con su demencia senil, fue incontrolable por el día y la noche. Sucesivas y reiteradas neumonías por broncoaspiración lo llevaron a ese mundo infinito de luz y paz. Falleció a los 63 años. Creo que fue el más veterano de los Down en Asturias.

No son todos iguales. La profundidad de sus alteraciones cognitivas, la coordinación motora y todos los demás signos que caracterizan a estas personas parten de un trastorno cromosónico y de un mosaicismo que van a definir la profundidad del retraso. Y de ahí, patologías profundas, auténticos vegetales casi..., hasta, como nos han dicho, licenciados, y entre ambos, toda una escala de niveles intelectuales que determinarán el tipo de actividad que podrían realizar, preferentemente aquellas labores repetitivas que otras personas sin estas características soportarían peor. Es posible que algún día nos digan que un alto cargo político llegó donde llegó a pesar de ser un Down.

Creo y me permito opinar que no debe generalizarse y que llegue al convencimiento de la población que un Down puede desarrollar muchas actividades. Pueden los que pueden y en lo que pueden. Es positivo que se estimule esa posibilidad, y así debe hacerse, que la sociedad se conciencie de que son unos seres que están ahí pudiendo ser útiles y menos gravosos, aunque no siempre pueda ser así. Impulso, actitud positiva siempre, pero no falsas expectativas que se deriven de un cúmulo de noticias que proporcionalmente no responden a la realidad, pudiendo causar frustración y tristeza en las familias que lo padecen.

La alegría manifestada en ocasiones por padres cuando saben que su hijo tiene esta patología (sí, patología) y dicen «es lo mejor que nos podía pasar y estamos felices» revela una entrega, una valentía y un espíritu cristiano encomiable y quizás envidiable, pero me parece más realista la otra actitud de dolor, tristeza y desencanto cuando son conocedores del problema (digo problema).

La visión, la imagen siempre candorosa, bondadosa, de un pequeño Down no es la misma que la otra, ya evolucionado, con progeria, demencia y soledad.

Esta sociedad no está preparada en lo económico ni suficientemente mentalizada para afrontar y atenuar este ineludible desafío para ésta y otras situaciones similares.

Por tanto, no únicamente «la punta del iceberg», también lo sumergido.

Enrique Portilla Fernández-Villaverde

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