Jess Franco, in memóriam
Con la desaparición de Jesús Franco el cine español pierde al más iconoclasta, heterodoxo, prolífico, incorruptible, contracorriente y gamberro de sus representantes. Con él se va un guerrillero estilo de entender el cine, simplemente por el placer de hacerlo, por el gusto de vivir rodando, en un tótum revolútum entre trabajar y disfrutar. ¿Jess sin una cámara a mano? Inconcebible. Buena prueba de ello es que su fallecimiento se ha producido pocos días después del estreno de su ¿última obra? «Al Pereira versus the Alligator Ladies».
Jesús sólo ha sobrevivido unos meses al deceso de su compañera y cómplice Lina Romay, presencia constante en su vida y obra en los últimos 40 años. Ésta es otra de las virtudes del cine de Franco: la consolidación de un star system propio (para muchos, de solvencia interpretativa y técnica harto discutible) y la contribución al descubrimiento de nuevas estrellas, algunas de fulgor tan efímero (desgraciadamente) como la gran Soledad Miranda. Así, nombres como Antonio Mayans, Jack Taylor, Ricardo Palacios, Aldo Sambrell, Howard Vernon, Mabel Escaño, Eva León, Emilio Linder o Eduardo Fajardo, por mencionar solamente algunos, van indisociablemente ligados a su obra. Asimismo, su ascendiente y prestigio profesional le permitió trabajar con figuras nacionales e internacionales de la talla de Fernán Gómez, Eddie Constantine, Fernando Rey, Christopher Lee (inolvidable como Fu Manchú y como un Drácula ajeno al ciclo Hammer), Klaus Kinski (no menos inolvidable como Marqués de Sade o Jack el Destripador), Akim Tamiroff, Mercedes McCambridge, Helmut Berger, Telly Savalas o George Kennedy.
Pocos géneros y subgéneros, más allá del western, han quedado fuera del caudaloso foco de Jess: comedia y musical en sus inicios, espionaje sesentero con Constantine o en esa exploitation pseudo Bond que es «Lucky, el intrépido», policiaco, aventuras con villano carismático en las de Fu Manchú, acción y mamporros, cárceles femeninas y porno nazi, artes marciales, mad doctors, adaptaciones literarias. Todos ellos en solitario o amalgamados. Y, por supuesto, las dos vertientes en que ha sido más productivo y más reconocible: erotismo (y pornografía) y terror. Aquí muchas de sus películas son absolutamente seminales y pioneras. Imposible abstraerse de lo que significa «Gritos en la noche» para nuestro cine fantástico, por cómo y cuándo está rodada; imposible no ver lo que significa una creación cimera como la de Orloff, presente en tantas de sus películas; imposible ignorar la proyección internacional e influencia ejercida por una obra como «Necronomicon»; imposible obviar su peculiar acercamiento al universo sadiano; imposible describir lo que significaba a ojos de un niño ver por la tele a ese malvado oriental de bigotes imposibles que vivía en un castillo; imposible no sucumbir ante los encantos pop de Soledad Miranda en «Vampyros Lesbos» cuando la vi por primera vez en el Mercado de Fuencarral en el Cinemad de 2001; imposible permanecer neutral ante su Drácula, tan distinto de todos los vistos hasta entonces (y que nutrió hasta al inclasificable Portabella para su «Vampir Cuadecuc») o ante su Frankenstein; imposible no esgrimir una sonrisita cómplice (y a veces displicente) ante las continuas revisiones de sus propias películas, en un ejercicio de plagio de sí mismo; imposible no ponerse cachondo con algunas de sus incursiones en el cine S o incluso más subidas de tono (y con esos bellezones luciendo epidermis en sus pelis); imposible no asistir con emoción expectante al revival que supuso el estreno de «Killer Barbys» y la revalorización de su obra y persona.
En fin, difícil sustraerse a la leyenda que le rodea. Una leyenda forjada a lo largo de más de 50 años de carrera y más de 200 películas rodadas (adivinar el número exacto es una tarea titánica, en ese maremágnum de dobles versiones, títulos diversos para una misma obra, seudónimos utilizados, material reciclado y economía de guerra que rodea su trabajo); forjada también en las colaboraciones con genios de la talla de Orson Welles o en la admiración profesada y confesa de gente como Lang o Tarantino; o en el estatus alcanzado entre jóvenes realizadores y otros francotiradores de la cámara y la pluma que le homenajearon frecuentemente con cameos, entrevistas o monográficos; o en la galería de personajes creados o popularizados, desde Orloff a Al Pereira, pasando por Sade, Fu Manchú, Mabuse, Ilsa o tantos otros; o en sus vínculos familiares con parte de lo más granado de nuestra intelectualidad, con sobrinos como Ricardo Franco o Javier Marías; o en las enconadas controversias entre seguidores y detractores, más propias de hooligans futboleros que de espectadores de cine. Una leyenda que sobrevivirá a su persona, pero que no debería apartarnos de lo sustancial: que Jess Franco es uno de nuestros cineastas más interesantes y más outsider, que pese a cierto (o bastante) desaliño formal (sobre todo en su última época, más aún con la irrupción de lo digital), en su cine laten temas universales y atemporales, que supo combinar e insertar como pocos elementos de la cultura de masas tales como la música o el cómic o que convirtió el lenguaje metacinematográfico en la historia de su vida (o viceversa), en una voluntaria confusión entre vivir y rodar, donde lo compulsivo acabó imponiéndose a lo selectivo y la cinefagia a la cinefilia.
Podría despedir este texto con el habitual DEP, pero me da que al bueno de Jess no le haría mucha gracia tanto engolamiento, máxime si hablamos de un descanso (eterno, además) que nunca aplicó a su muy productiva vida. Le vamos a echar de menos.
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