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Soy una aristócrata

17 de Abril del 2013 - Inés Illán (Oviedo)

Árboles de la ribera, / tened compasión de mí / que estoy diciendo de veras / y nadie me quiere oír.

Esto es morirse de pena.

Llevo un tiempo haciendo una especie de trabajo de campo intensivo, a mi manera: introduciéndome en territorios virtuales y reales; leyendo, viendo y escuchando voces, ideas, sentimientos y sentires de hombres, mujeres, jóvenes con suerte y jóvenes destrozados, pero todavía esperanzados. Increíble, pero cierto. También me he topado con «humanoides», que no son sólo los banqueros, o los políticos y sindicalistas, tan denostados.

Nos lo advirtió Pier Paolo Pasolini: «la burguesía –así decíamos ayer– no es una clase social, sino una enfermedad contagiosa» que genera al «último hombre», conformista, superficial, impasible, sin conciencia de los valores fieramente humanos y, por tanto, despreciable. Así lo creía F. Nietzsche, que, con su irracionalismo burgués a cuestas, nos encandiló anunciándonos la llegada de un «suprahombre», dueño de sí y confiado en su propio poder. Pero el hombre real, Nietzsche, contagiado de sí y de su herencia familiar e incapaz de emanciparse de lo mismo que denunciaba, se equivocaba; también él se equivocaba, porque ese «último hombre» no fue reemplazado por el «super o suprahombre», sino por el hombre-máquina, calculador y autómata emocional, creativo de novedades pero de escasa inventiva, para imaginar y forjar algo original, con potencia para enfrentarse al dominio de las corporaciones y las élites económicas, políticas y las pensantes I+D+i.

No es de extrañar que la sordera de los mandamases ante las necesidades y demandas vitales de la gente, junto con el protagonismo absoluto de la mentira político-moral y los enredos mediáticos, sea la «marca de clase» de nuestra transaccional democracia, venida al mundo sin haber roto aguas por la vía natural de una ruptura democrática. Quizás por esa forma de nacimiento, las libertades colectivas e individuales de los de abajo son de día en día culpabilizadas, castigadas, mermadas y, lo que es peor, aceptadas como el precio a pagar por habernos resignado a vivir por debajo de nuestras posibilidades de desarrollo intelectual y moral. Desde luego se mantiene, con muchas limitaciones, la libertad de expresión, pero apenas se practica esa otra forma de libertad que los antiguos griegos conocían como «parresía», algo más profundo y de mayor alcance que la mera libertad de expresión.

Subtítulo: Responder organizada y colectivamente a los atropellos

Destacado: En defensa de todos aquellos defensores de la legalidad republicana que fueron perseguidos, maltratados, llevados al cuarto oscuro, reducidos al silencio y despojados del ejercicio de sus profesiones; y que no desertaron

(Un paréntesis: «parresía», o práctica de decirlo todo, significa libertad en el uso del lenguaje, franqueza, sinceridad, alegría, confianza. Requiere que, al manifestar su verdad como opinión, el sujeto corra un riesgo en la relación que mantiene con su destinatario. Si este tiene poder y es incapaz de tolerar la verdad, el riesgo puede convertirse en un peligro real. En la «parresía», el receptor de la verdad –el pueblo, el Rey, el Gobierno, el amigo, el amante– debe hacerse cargo de ella, por ofensiva que sea, pues se supone que quien se arriesga a cantar las cuarenta ha de ser escuchado. La «parresía» viene a ser un pacto entre el arrojo de decir la verdad y la generosidad o magnanimidad de aceptarla. Así, más o menos, lo explicaba Foucault. Creo que podemos estar de acuerdo en que la «parresía», en estos tiempos, no es una práctica político-moral y ética habitual).

Hay que reconocerlo. Escuchar cansa. Nos deshace y eso produce angustia, al no saber si será posible rehacernos como seres humanos. Pero da la impresión de que toleramos mejor ser desechos que deshechos, de la misma manera que imaginamos, con más naturalidad, el fin del mundo que el fin del capitalismo, sistema de producción de la vida que, con su atracción fatal, nos mantiene en ascuas, en un continuo no saber a qué mercado y ofertas atenerse. Sí, trabajar cansa; escuchar cansa, pero nadie negará que ambas «actividades» tienen sus compensaciones. Un poco de paciencia, que cuento, para ir al grano:

Hace aproximadamente un mes, tomaba el aperitivo con unos jóvenes; uno de ellos trajo a colación lo que Machado, por boca del maestro Mairena, entendía que era o debía ser la democracia: una forma política cuyo objetivo no podía ser otro que «Hacer de cada ser humano un aristócrata»; nunca una piltrafa, un trapo viejo, un «instrumentum vocale», un recurso de usar y tirar o, en el mejor de los casos, una persona de «industria», hábil en artimañas y facultades para la supervivencia. En nuestra distendida charla habíamos contado y comentado los pasos de la procesión económico-política, en dirección al Matadero, a la que como espectadores y sufridos penitentes estábamos asistiendo. Los «pasos» son conocidos, en carne viva, por todos. Nos unía el afán, el estudio, el deseo compartido de intentar modificar tal estado de cosas, intolerable por mezquino e indecente. La lucha sería dura y los efectivos muy desiguales. Coincidíamos en que los sujetos que tendrían, tendríamos que corregir los desaguisados, estábamos aherrojados, azotados, con una sensación de impotencia y minusvalía paralizante, dándonos de antemano por desahuciados. Pero nos dijimos: da igual. Esa «corrosión del carácter» puede ser tratada. Y, en memoria de Beckett, casi al unísono, proclamamos: «Jamás fracasar. Probar otra vez. Fracasar otra vez. Fracasar mejor». No se nos ocurra imitar a esa izquierda pacata, contumaz en el autoengaño y acostumbrada a concebir la política como una cuenta de resultados, un asunto de prevención de riesgos y de gestión de lo dado, más que como un compromiso moral, capaz de poner la vida en juego, por lo que se necesita y se ama.

Y, de pronto, uno de los presentes dijo: recordemos. En situaciones difíciles y conflictivas, cuando especialistas y expertos habían fracasado (era lo normal entonces y ahora), los griegos antiguos recurrían a los poetas. Eran ellos quienes finalmente zanjaban las cuestiones imposibles. Recurramos también nosotros a los poetas, a D. Antonio Machado, por ejemplo y hagamos nuestras las palabras del Maestro Mairena. Atrevámonos a ser aristócratas, a sabiendas de que nobleza obliga. Procuremos los medios para llegar a serlo. No nos resignemos al eclipse de la razón ilustrada y al empantanamiento de nuestras vidas minúsculas. Proclamemos nuestra condición, nuestro deseo, nuestro compromiso democrático: «Soy un aristócrata, soy una aristócrata» y no me resigno al déficit político democrático, a la tacañería económica y sus contabilidades creativas, al sadismo moral que, a golpes de hisopo y de decretos, trata de regular nuestras vidas, al dictado de la más rancia y corrosiva carcundia. «Estoy furiosa, estoy furioso» y no aguanto más el actual estado de cosas, que atenta contra las vidas, anula las conciencias y arrincona la imaginación, la memoria y la esperanza. Todo a la vez y paso a paso de oca.

La ocurrencia nos parecía una idea estimulante y decidimos difundirla. Mis jóvenes amigos en sus redes sociales. A mí me encargaron ocuparme de otros «medios». Y aquí estoy, contándolo en LA NUEVA ESPAÑA, a ver qué pasa. No dejarse avasallar, responder organizada y colectivamente a los atropellos: esa es la cuestión y es urgente. Se trata de una emergencia. Lo sabemos.

Quede dicho, en memoria de mi padre, Abraham y de todos aquellos (plural genérico) defensores de la legalidad republicana que fueron perseguidos, maltratados, llevados al cuarto oscuro, reducidos al silencio y despojados del ejercicio de sus profesiones. Y no desertaron. En agradecimiento a esos ciudadanos, aristócratas honestos que actuaron como guardianes entre el centeno y pelearon como leones y nunca fueron condecorados con cruces, ni medallas, ni placas de sufrimientos por la patria. Sería una indecencia y un desatino olvidarlo: el pasado también tiene derechos.

Salud y fuerza, ciudadanos aristócratas.

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