En la muerte de una mujer muy bella
Hubo un tiempo en el que Ava Gardner y Sara Montiel a mí me parecieron las diosas del mundo al que despuntaba mi adolescencia. Después acabé ladeándome por Ava, pero Sara siempre permaneció en mi memoria en un sitial, como en un trono.
¿Quién habrá tenido la idea de convertir a María Antonia Abad Fernández en Sara Montiel? Hay varios candidatos a este título, pero lo cierto es que ha sido su singular y espléndida belleza además de su carácter lanzado y resuelto los que desataron los nudos de su trayectoria vital y artística. Había algo exótico en ella y lo siguió habiendo hasta el final de sus días. También se seguirá recordando su habitual desparpajo y hasta su mirada irónica y desafiante.
Sara Montiel lucía uno de los físicos más atractivos del cine de todos los lugares y de todos los tiempos. Según ella contaba, sedujo a grandes galanes de su época relacionados con su profesión, como Gary Cooper, Burt Lancaster, Marlon Brando y, asimismo, a hombres de letras y ciencias como Hemingway, León Felipe y Severo Ochoa, aunque es posible que en este apartado pusiera mucha fantasía, otra característica más de su vida. No quiso tener amo y no aceptó de buen grado la natural decadencia de su físico. Cara al final, en algunos momentos anduvo bastante desnortada. La última imagen que vi de ella fue hace un tiempo en televisión, airada porque alguien le dijo que iba a morirse. Contra ese vaticinio –que infortunadamente se cumplió, lógico–, se subió la falda y enseñó las piernas como ella sabía hacerlo.
Actriz, cantante de cuplés, que volvió a poner de moda canciones de principios de siglo, sabía usar su voz. «Sara no vendía voz –dijo uno de sus amigos en televisión–, ofrecía sexo, sugerencia y susurros». En esto se adelantó a su tiempo pues hoy tampoco se vende voz.
Por ti, Sara Montiel, saboreé, además del amor romántico, los boleros, los cuplés y hasta me enganché a las coplas de «Carmen la de Ronda». Gracias por todo ello, bella musa. Yo te perdono los posibles faroles que hayas podido inventar cuando confesaste que te habías llevado al huerto a algún galán que ya no estaba para contar batallitas.
Hasta siempre pues, ídolo de mi adolescencia. Ahora, Saritísima, descansa en paz.
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