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El Día del Libro y sin derrumbe, gracias

23 de Abril del 2013 - Gabino Busto Hevia

Hoy, Día del libro, el autor de este artículo lamenta profundamente comunicar a sus familiares, amigos, allegados, conocidos, hijos de vecinos, vendedores, mensajeros, operarios, espontáneos y otros interlocutores, que su piso no se ha derrumbado aún por el peso de los libros que contiene, ni parece que lo vaya a hacer a corto o medio plazo; entre otras razones, porque una parte de la biblioteca que alberga se está trasladando a otro lugar, y ello no por razones de sobrecarga, como podrían pensar aviesamente casi todos los citados, sino de simple aforo. Ante esta luctuosa noticia, el potencial afectado imagina y comprende la decepción dolorosa que embargará a los nombrados, y es por lo que implora que acepten la serena expresión de su más respetuoso homenaje de afecto.

Como otros muchos bibliófilos o bibliómanos, quien suscribe recibió agradecido algún que otro libro de sus ascendientes y acumuló apasionada y placenteramente, a lo largo de lo que lleva de vida y con la sana y deleitosa intención de leerlos, consultarlos, verlos, tocarlos e incluso olerlos, muchísimos ejemplares a lo ancho y alto de las paredes de su modesto hogar, colmando asimismo unos cuantos armarios, mesas, butacas, sillas y sofás pero, eso sí, sin llegar al extremo de anegar ninguna cama, como parece ser aconteció con un tal profesor Ferrarotti.

Subtítulo: Consideraciones de un bibliófilo empedernido

Destacado: El aquí firmante, inasequible a rumores y censuras, continuará con su amor por los libros

La situación descrita, iniciada en la infancia del dicente, hizo despertar a un sinnúmero de personas, tanto próximas como lejanas, un sorprendente y vivísimo interés por las tecnologías constructivas en general y por el sistema edilicio de la vivienda de aquél en particular, advirtiéndosele, durante lustros, acerca de los posibles riesgos de derrumbe que entrañaba el peso de tanto papel encuadernado. Muchas visitas de curiosos al domicilio del bibliófilo no tuvieron más objeto que la mera delectación estética de apreciar la acumulación de papel, y el torpemente disimulado deseo de inspeccionar la extensión de la biblioteca para, acto seguido, vaticinar, con la misma complacencia, la fecha del derrumbe y sus catastróficas y espectaculares consecuencias. Alguno hubo también a quien este caso abrió por vez primera el conocimiento de la psicología, especialmente en la rama clínica. En este punto, siempre ha llamado la atención de este articulista la arbitrariedad de los diagnósticos emitidos al respecto, pues un señor con 15.000 libros reunidos, pongamos por caso, en una casona o palacete de 3.000 o 4.000 metros cuadrados –sin contar los trasteros o cobertizos– pasa por ser un caballero de refinado gusto, elevada clase, digno filántropo, sensible, culto y lo demás, mientras que un tipo corriente con esa misma cantidad de libros en un piso de unos 75 metros cuadrados resulta ser un sujeto excéntrico, raro, neurótico, incómodo, desequilibrado, individualista y lo demás. Si el primero ejerce con su ordenada y espaciosa biblioteca de faro y mecenas del mundo cultural de su ciudad, provincia o país, el segundo no es más que un irresponsable despilfarrador y arribista, gravemente afectado por una variante del síndrome de Diógenes. Si al sujeto de la casona o palacete se lo debería premiar y subvencionar por su ingente labor en pro de la recuperación y conservación del patrimonio bibliográfico de la Humanidad, al del piso se lo debería denunciar e importunar con exigentes inspecciones, declaraciones e impuestos por dedicar su más bien escaso tiempo y su ordinaria vivienda a formar una nutrida biblioteca. Al primero, en fin, lo buscan con la esperanza de poder realizarle pulcros reportajes para periódicos, revistas o programas televisivos, mientras que al segundo lo vigilan en sus incursiones a librerías de viejo y mercadillos, con el deseo de sancionarlo e internarlo cuanto antes en un sanatorio mental o en un centro psiquiátrico penitenciario, bajo prohibición expresa de obtener más género.

No es suficiente la certeza de que el edificio donde se mora goza de buena salud; ni que haya una ausencia total de pruebas que pudieran indicar riesgos de desplome en éste. No basta con la experiencia de haber conocido otros pisos atestados de libros y de similar condición material al supuestamente sobrecargado sin que los dueños hayan sufrido problemas de resistencias en toda su vida, ni es suficiente tampoco con haber tenido almacenados en el domicilio durante días, a causa de alguna reforma, un buen tonelaje de sacos de cemento y yeso, sin que la estructura se resintiera. Ni siquiera basta, a la postre, con distribuir los libros de la manera más equilibrada posible a lo largo y ancho de la estancia. No. Cuando uno se sale de lo acostumbrado en su ambiente, vecindario o clase; cuando uno goza entusiasta y libremente de su pasión; cuando uno gasta sus posibles en libros en vez de oro, armas, relojes, alcohol, autos, tabaco, cocaína o señoritas; cuando uno es, en definitiva, otro, y persiste en ello, debe exigírsele que declare forzosamente ante las instituciones la data exacta de la construcción de su vivienda, acompañada de su escritura; la puntual superficie de la morada; la resistencia concreta de vigas y pilares; la gravitación precisa del conjunto de sus libros y, ya puestos, el inventario completo de éstos, su tasación, procedencia, anotaciones escritas en sus páginas y el tipo de materiales que, a modo de separadores o recordatorios, pudieran yacer ocultos en el interior de los volúmenes, no vayan a sobrevenir más sorpresas.

Así como los heroicos bomberos de Nueva York tienen en su código, según parece, el apellido Collyer para designar las casas atestadas de trastos, en merecido honor a los hermanos Homer y Langley; a uno, la verdad, no le importaría entrar en la leyenda de la mano de los bomberos españoles e hispanoamericanos con la clave «Busto» –muy fácil de deletrear, por cierto– utilizada en este caso para calificar las casas repletas de libros. Pero de momento, a diferencia de lo que creen los agoreros, este autor duda mucho de alcanzar tan elevado honor.

En conclusión, el firmante, ofrece en este Día del Libro su más sentido pésame a los pacientes expectantes del derrumbe, el cual, de tantas veces pronosticado, bien parece haberse hecho entrañablemente deseable. Pueden, no obstante, si les place, redoblar sus observaciones y consejos al bibliófilo en el nuevo ciclo que en tan señalada fecha arranca, ello por espacio de veinte o cuarenta años más, según la longevidad que el destino les depare. El aquí firmante, inasequible a rumores y censuras, continuará con su amor por los libros. Gracias.

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