Oncólogos y servicio público
El cáncer, esa terrible enfermedad en cuya curación tanto se ha avanzado durante los últimos lustros gracias a severísimos procesos terapéuticos, continúa ocasionando, no obstante, mucho y prolongado sufrimiento y, como recientemente ha ocurrido en la mía, ensombreciendo a muchas familias al llevarse tantas vidas ilusionadas. Pero tanto en casos irremediables como en aquellos otros que felizmente pueden ir viendo cumplidas sus naturales esperanzas, es obligado reconocer no sólo el rigor y la profesionalidad, sino la exquisita y humanísima atención que prestan servicios de oncología como el encabezado por el doctor Emilio Esteban en el Hospital General de Oviedo; así en el momento de las consultas y los diagnósticos, cuya comunicación requiere tanta prudencia y respeto, como en el día a día de los tratamientos, el cuidado del enfermo por encima de todas las dificultades materiales, y a pesar de las zozobras que viven los servicios públicos sanitarios o los propios profesionales de la salud, brilla allí constantemente por su buen orden y su puntualidad, pero, asimismo, por lo afectuoso y delicado del trato. La solidaridad con los enfermos y la ayuda a su curación, principios hipocráticos que inspiran las mejores virtudes en el ejercicio de la medicina, fueron experimentadas y repetidamente reconocidas por Francisco Noval; aunque él no pueda ya escribir estas líneas, mantuvo siempre la convicción de que el Estado del bienestar y la dignidad de los servicios públicos son los pilares de una sociedad justa, y tengo la certeza de que compartió la necesidad de reconocer y agradecer, en estas páginas de LA NUEVA ESPAÑA y en todas partes, la abnegación y la calidad de la a menudo callada labor de los servidores públicos, personas como el doctor Emilio Esteban y todo su equipo de personal sanitario, así como de «su» médica de atención primaria, la doctora doña Araceli Martín Borrego.
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