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A vueltas con la religión católica

9 de Junio del 2013 - Inés Morán Álvarez (Oviedo)

Los resultados de vivir sin tener en cuenta la moral son demasiado evidentes como para negarlos. El relativismo mueve a cada uno a actuar y a conducirse a su antojo, según los propios criterios o conveniencias, desechando el valor del bien, que poco a poco va desapareciendo y difuminándose en nuestra conciencia y alejándose de nuestra conducta. El afán de autonomía, de falta de compromiso, de potenciar el yo personal (lo que yo quiero, lo que a mí me gusta, lo que a mí me conviene…) viene a contribuir a desarrollar este sistema social que progresivamente ha ido instalándose en nuestro vivir y en nuestra forma de pensar.

Se rechaza vehementemente la religión católica como si esta fuera enemiga del hombre, condicionando negativamente sus derechos, y se suman en guerras mediáticas los que la consideran un adoctrinamiento que frena o anula la libertad personal. La religión católica bien entendida y bien vivida es, sin embargo, un gran bien para el individuo y para el conjunto de la sociedad.

La ley natural (reflejada en los diez mandamientos) e inscrita y conservada en todas las conciencias que no han sido deformadas conduciría, de aplicarla, a un bienestar general del conjunto de la sociedad. Es, sin embargo, despreciada e incluso desechada. Y sin ella se pierde la armonía que debiera reinar entre los hombres: se pierde el respeto a la dignidad personal y del otro, se pierde la valoración en su justa medida de la vida humana (la propia y la ajena), y se pierden otros elementos base para la buena convivencia y entendimiento entre los hombres.

El bien es presentado como un mal, y se radicalizan las posturas y el número de personas que le hacen frente. Despojados del bien, sin referencia a él, los instintos de toda clase, las pasiones, los desenfrenos, el libertinaje campan por sus anchas y surgen las consecuencias que siempre acaban derivando tristemente en el sufrimiento humano. No hay semana en que no muera una mujer a manos de su pareja o ex pareja, que no sea eliminado del vientre de su madre una criatura inocente que venía a la vida formándose para nacer, que no haya rupturas familiares, enfrentamientos, agresiones, violaciones, asesinatos.

Y curiosamente nos acostumbramos al mal en aras de la libertad, dispuestos a sufrir sus consecuencias. Curiosamente, no le hacemos frente: aceptamos la injusticia mientras no nos afecte a nosotros. Aceptamos las imposiciones aunque nos asfixien. Aguantamos lo que nos echen aunque nos dificulte la vida.

Sin referencia al bien todo es un cúmulo de complicaciones, de enfrentamientos, de discordias, de confusiones. Un vivir desesperanzado, gris, dificultoso, deprimente.

La esencia de la religión católica coloca al hombre en su sitio, le sitúa en el lugar que le corresponde y le hace ver el que corresponde a los demás. El yo queda entremezclado con el tú, teniendo ambos importancia. Y el otro cobra valor en la propia vida; tanto que se le tiene en cuenta, se le respeta, se le admira y se le quiere. Es una forma de vivir serena, en paz con uno mismo y con los demás.

Nadie que desprecie el bien desprecia la religión católica, que es el bien por esencia para el hombre. De su enseñanza y aplicación personal depende el entendimiento entre los hombres, su bienestar profundo, el respeto en las relaciones humanas, la armonía social, las limpias costumbres.

De no existir–alguien dijo con cordura–, habría que inventarla.

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