Gracias, sor Josefa
(Y también mi cariño y respeto para la madre Genoveva, superiora de la residencia Nuestra Señora de Covadonga de Pola de Siero)
Cuando la persona con la que has compartido más de cincuenta años de tu vida acaba de desaparecer, además de un inmenso dolor por su pérdida, una gran sensación de vacío se adueña de ti. Piensas entonces que nada será igual en tu vida desde ese momento y desfilan por tu cabeza retazos de tu vida, algunos agradables, otros no tanto, como, por ejemplo, el cambio que representa compartir tu vida, la crianza de los hijos, los afanes por hacer de ellos personas de bien, los pequeños o grandes sobresaltos que surgen en el camino como lo fueron sin duda las hospitalizaciones de Alberto y su posterior deterioro físico y mental, la decisión –dura decisión– de llevarlo a un centro cuando los cuidados y necesidades que él precisaba ya no podían ser cubiertos en casa...
Aparece entonces en nuestro día a día una persona para nosotros providencial: se trata de sor Josefa, una religiosa que se ocupa de atender cuantas necesidades demandan las personas recluidas en la institución a la que pertenece como si de su propia familia se tratara, con generosidad, mimo y dedicación ejemplares; y por si esto no fuera suficiente, sabedora del sufrimiento y la preocupación que cada enfermo representa para su familia, trata siempre de infundirnos ánimo y también de tranquilizarnos cuando los cambios en su salud nos hacen temer lo peor.
Tú, sor Josefa, fuiste nuestras manos, nuestra presencia y nuestro corazón cuando las circunstancias no hicieron posible que Alberto siguiera en casa en nosotros. Por todo ello, muchas, muchas gracias y toda nuestra admiración por esa labor que día a día llevas a cabo con eficiencia y discreción.
Que estas palabras sirvan de reconocimiento a esa ingente labor.
Ana María Montes González
Oviedo
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