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Aborto, laicismo, ética y responsabilidad

13 de Junio del 2009 - Carmen Cocina Arrieta (Oviedo)

En medio de la polémica suscitada por el proyecto para la reforma de la ley del aborto y del recientemente aprobado libre acceso a la píldora del día después, me animo a contribuir al debate con una opinión que considero representativa de la de muchos ciudadanos españoles.

En primer lugar, creo que hay un error de base en la concepción que algunos ciudadanos tienen de aquellos que, sin perjuicio del uso de la píldora abortiva o, excepcionalmente, de un aborto realizado en un plazo mínimo y razonable (es decir, el imprescindible tras la falta de la primera regla y el pertinente test de embarazo, momento en el que el embrión sólo tiene dos semanas de vida) consideramos ilícito el aborto una vez ha transcurrido un determinado tiempo de gestación. Es cierto que un gran número de las organizaciones, militantes y ciudadanos antiabortistas se guían por principios religiosos y defienden la vida desde el mismo momento de su concepción, independientemente del grado de desarrollo del embrión o feto. Pero es que, aparte de ellos, somos muchos los que nos guiamos únicamente por nuestra razón, sintiendo total indiferencia por los dogmas eclesiásticos, sean del tipo que sean. Cualquiera que haya seguido imágenes de la evolución de un embrión o feto en el vientre materno (y es muy fácil obtenerlas en You Tube), puede sentir una profunda e innata repulsa hacia el aborto, sean cuales sean sus creencias. La religión católica se ha ligado, casi siempre por mérito propio, con el oscurantismo y el fanatismo, por el propio carácter dogmático de las religiones y por su anacronismo respecto a la sociedad actual. Su oposición a la educación sexual y el uso de anticonceptivos, verdadera solución al drama del aborto, da argumentos más que válidos a sus detractores. Ahora bien, la identificación automática de antiabortistas con católicos, además de ser falsa, es una estrategia demagoga y sucia para deslegitimar su causa. Y es que, al margen del derecho de cada uno a profesar las creencias que le venga en gana, hay que dejar claro que no es necesario ser católico para oponerse al aborto. A veces, la razón y el dogma coinciden.

Saco aquí a colación una de las polémicas reacciones suscitadas con motivo del no menos polémico proyecto de ley: la de la profesora que proyectó en una clase de adolescentes un vídeo con imágenes de abortos. Es paradójico el enojo que dicha actuación ha producido entre los defensores del aborto libre. Consideran que el hacer que un grupo de niños de 15 años asista al visionado de abortos y fetos desmembrados es una experiencia traumática. Y que nadie debería utilizar su posición para adoctrinar. Y estoy de acuerdo con ambas cosas; por otro lado, la falta de claridad y calidad de las imágenes me hace dudar sobre su veracidad. No era esta posible falta de autenticidad, sin embargo, el objeto de las críticas de sus detractores, que nunca la pusieron en duda, sino que se limitaban a criticar su contenido y la incomodidad que producían en el espectador. Y es esto lo que encuentro carente de sentido. Y es que, en virtud de este enojo, intrínsecamente están reconociendo que lo que las imágenes mostraban era una aberración, lo que es una muestra más de la hipocresía que rodea a este tema. ¿Qué es lo trágico, el propio visionado o lo que esas imágenes muestran? Si el aborto es algo lícito y ético, ¿por qué no deben los ciudadanos ver en qué consiste? En mi opinión, aparte de informarse convenientemente sobre el desarrollo del embrión o feto, todo el mundo debería ver, con las suficientes garantías sobre su autenticidad, qué sucede exactamente durante un aborto, y a partir de ahí definir su postura. Ya lo dijo Schiller: sólo cuando estamos informados tenemos verdadera libertad para elegir. La información es poder.

Resumiendo: el aborto es una tragedia. Lo es para el feto abortado, pero también, si tiene un mínimo de escrúpulos, para la mujer que lo sufre. La solución está, en mi opinión, en una educación sexual adecuada, un mínimo de responsabilidad y, en casos de suprema urgencia (que son los menos; seamos sinceros, ¿cuántas veces falla un condón?) en la píldora del día después (a la que además ahora, para bien o para mal, se puede acceder sin prescripción médica) o en un aborto inmediato, efectuado en los primeros días o la segunda, tercera o a lo sumo cuarta semana del embarazo (un retraso de una semana, razón más que suficiente para hacerse una prueba, indicaría, en su caso, que la mujer está embarazada de tres semanas, ¿para qué esperar más?), cuando lo que se destruye es únicamente un zigoto o un embrión de desarrollo mínimo. Pasado ese tiempo, lo que una mujer alberga en su vientre no es ni una célula, ni un zigoto, ni una lechuga, sino un pequeño ser humano, con una capacidad perceptiva limitada, pero incipiente. Y no creo que nadie, ni su propia madre, tenga derecho a acabar con su vida. Los embriones y fetos no son objetos, ni propiedades, y no deben ser tratados como tales. Toda mujer debería ser responsable para, en caso de duda, averiguar inmediatamente si un nuevo ser humano se está gestando dentro de su cuerpo. ¿Hay algo más importante? Según la ciencia universal, al margen de posicionamientos ideológicos, el embrión se convierte en feto a partir de la octava semana. ¿De verdad alguien tiene derecho a destruirlos?

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