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El ajedrez eclesial

5 de Septiembre del 2013 - Juan Goti Ordeñana

Con los inicios del buen tiempo, vamos advirtiendo todos los años que nuestro Obispo toma el tablero de ajedrez de la diócesis y mueve las fichas a su discreción. A lo que se sucede una serie de apelaciones en la prensa, unos quejándose y otros queriendo investigar las razones de estos cambios, pues en el ajedrez hay que mover las fichas con cierto plan para llegar al objetivo final, que es el vencer en el juego. Por tanto, los movimientos no deben ser sin una justificación para la finalidad propuesta.

Pero desde fuera es difícil advertir la finalidad que se propone en estos cambios, aunque con buena fe debamos pensar que habrá una determinada finalidad. Pero hay una cosa que llama la atención: el que nunca veamos que a los miembros de la Iglesia se les dé una justificación de los movimientos que se hacen con los párrocos. Es inútil que se quejen los fieles de las parroquias, pues nunca hay una respuesta mostrando los motivos que han llevado a estos traslados.

Y no sé si es así, pero da la impresión que a los que se cambia se les da unas vacaciones en el verano, pues se les nombra en julio y se les manda integrarse en la nueva parroquia en septiembre.

¿Debe actuar así el Obispo, sin dar respuesta a sus miembros? Mucho ha cambiado la Iglesia en esto de mandar y parece que con poco espíritu evangélico. Los cristianos que casi conocieron a Jesús consideraron que la predicación y ordenación de la nueva institución de la Iglesia eran responsabilidad suya, de la comunidad de cristianos, quienes libremente elegían a sus presidentes, que se empezaron a llamar obispos, que eran como animadores de la comunidad, o presbíteros, a los que presidían la eucaristía. En aquellos tiempos cada cristiano era el responsable del anuncio de la enseñanza de Jesús y concelebraba la eucaristía con su presidente. ¡Cuánto ha cambiado! Ahora el que va a misa es un mero oyente.

Subtítulo: Los cambios veraniegos en las parroquias y las formas de gobernar la Iglesia asturiana

Las cosas cambiaron cuando la Iglesia se organizó como institución. En el Concilio de Calcedonia, el año 451, la designación para los cargos de obispos y presbíteros se hacen ya por la institución, no por las comunidades, pero se conserva la unión de los titulares del oficio con su comunidad, para lo que se les nombra para siempre, de forma que si por cualquier causa cesaban en su oficio, pasaban a ser simples fieles. En este Concilio se regula en el C. 6: «Que si a uno se le ordena de presbítero o diácono ha de ser para una determinada iglesia, y se prohíbe hacer una ordenación general para cualquier iglesia». Con esta norma se rompía la tradición de que fuera la misma comunidad la que designaba a la persona que la presidía, pero todavía se conservaba que el obispo o el presbítero tuviera una estrecha unión con la comunidad para la que era nombrado. Ésta fue la forma de actuar en la Iglesia durante el primer milenio.

En el segundo milenio, sin embargo, se echó fuera a los cristianos de toda función en la Iglesia y se encomendó a los clérigos. El dominio clerical absoluto en la Iglesia llega con la norma del Concilio Lateranense III (1179), confirmado en el Lateranense IV (1215), al mandar que los sacerdotes en el futuro se ordenen no para una comunidad concreta, sino a disposición del obispo, que les puede enviar a cualquier parroquia u oficio a su voluntad, y cambiarlos por necesidades de la diócesis. Se rompió así aquella unión del presidente con su comunidad, pues con independencia de la decisión de las comunidades, se podrán trasladar los sacerdotes a discreción del obispo. Esta nueva concepción de obispo y presbítero en relación con las comunidades sería confirmada en el Concilio de Trento, sesión XXIII (1563), donde se define también la potestad de orden y de jurisdicción. No obstante, se guardó alguna limitación, cuando se opositaba a las parroquias, pues si no era por causa grave, no podían ser removidos, pero en el último Código, de 1983, se les ha privado de este derecho, al suprimir las oposiciones.

El cambio que se hizo podemos decir que fue total, hasta es difícil reconocer aquella primera Iglesia evangélica en esta ordenación canónica. Con ello desaparece algo de lo que antes era esencial, la intervención de los cristianos en la elección de sus dirigentes, quedando a disposición de unos poderes alejados, muchas veces sin conocimiento de esa comunidad concreta. En adelante, la dimensión esencial de la eucaristía queda reducida al «sacerdote celebrante». Antes la eucaristía había sido una función de toda la comunidad, que concelebraba con un presidente que ella había elegido; en el futuro se considerará como una función sólo del sacerdote, con independencia de la comunidad, haciendo a los fieles meros oyentes.

Este cambio tan radical no respondió a razones teológicas, sino más bien a motivos extrateológicos, prácticos, de la organización jurídica, en una época medieval donde se adoptaron las figuras políticas de poder, que hoy día no son aceptadas. El mundo político ha renunciado a ese sistema de poder, por lo que los obispos deberían reflexionar sobre que no se encuentran en aquel tiempo, sino en unos tiempos democráticos.

Se están oyendo voces de una Iglesia asamblearia, lo que exigirá romper con la forma de decisión de nuestro Obispo y probar nuevos modos de gobierno en la Iglesia, lo cual parece anunciar el nuevo Papa Francisco. Aunque no se vuelvan a aquellas primeras formas, sí convendría guardar el espíritu de una estrecha relación del obispo y presbítero con su comunidad de cristianos, y pensar en aquellas formas en las que había una fuerte unión entre el presidente y su comunidad. Nuestro Obispo ha obrado según la legislación que tiene en el Código, pero debería pensar si en esta Iglesia donde se van perdiendo sacerdotes debe actuar así o volver la mirada a los miembros laicos de la Iglesia para reestructurar las parroquias, lo que probablemente daría mucho mayor fruto.

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