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En la muerte de don Celso Álvarez

22 de Julio del 2013 - José Antonio Maradona Hidalgo (Oviedo)

Conocí al doctor Celso Álvarez hace treinta y seis años. Formaba parte del tribunal que juzgó la oposición que me admitió para desempeñar una plaza de médico internista en la entonces Ciudad Sanitaria Nuestra Señora de Covadonga. Me llamó en aquel momento la atención la mirada fija, penetrante, de uno de los miembros de aquel tribunal; una mirada lúcida y perspicaz que parecía querer analizar profundamente lo que el opositor exponía. Más tarde supe que el dueño de esa mirada era don Celso, y desde entonces muchas veces lo he visto indagar con tan suma atención e interés aquello que los enfermos exponían en la narración de sus males; o bien atender concienzudamente a la lectura que un compañero hacía de la historia clínica de un paciente. Era un rasgo llamativo de su quehacer intelectual. Trabajé en el servicio del Dr. Celso Álvarez varios años, hasta que emprendí otro camino, próximo y paralelo, el de las enfermedades infecciosas pero asimismo vinculado a la medicina interna. De manera que nuestra relación médica continuó y nuestra amistad permaneció tras su jubilación en 1997.

Como he señalado, D. Celso era un escuchador sumamente atento que no perdía ningún detalle de la narración del enfermo, que examinaba los matices de los síntomas y que interrogaba certeramente. Sometía los datos recogidos con la máxima objetividad al gran caudal de sus conocimientos y realizaba con ellos un cuidadoso análisis en el que era muy diestro; manejaba extraordinariamente el diagnóstico diferencial, y a menudo ante la razonable duda que con tanta frecuencia le surge al médico, recurría a los libros y a las más recientes publicaciones o, si lo creía conveniente, no le dolían prendas para consultar a los colegas. Y, tras todo ello, sopesaba cuidadosamente la información recibida antes de tomar finalmente la decisión que juzgaba más acertada, la cual solía ser la mejor. Alguien me podrá argumentar que este proceder es el que debe guiar al médico en su labor. Así es, pero ocurre que llevarlo a cabo ordenadamente y con tanta maestría y eficacia en cada uno de sus pasos está al alcance de muy pocos. Y quien lo posee es un excelente médico. Pero, además, en él concurrieron virtudes que son muy de agradecer en la atención a los enfermos. Tal fue su gran humanidad y respeto por la persona doliente. Nunca aprecié en su quehacer prisa ni mal humor ni contrariedad. Los enfermos eran conscientes de estas virtudes y lo buscaban, no sólo para conseguir su atención sino también como asidero que guiara sus pasos dentro de la complejidad que representa el hospital.

D. Celso, siguiendo la trayectoria paterna, eligió Madrid para hacerse médico, y estudió en la antigua Facultad de San Carlos en una época difícil, en que la posguerra aún cercana se dejaba sentir en la precariedad que rodeaba a la Universidad. Siempre obtuvo notas muy brillantes y aprendió la medicina interna de un ilustre maestro de la época, D. Fernando Enríquez de Salamanca, y en su servicio continuó especializándose tras concluir la carrera. Por aquellos años también dedicó sus esfuerzos al aprendizaje de la tisiología; era entonces la tuberculosis una enfermedad muy extendida entre la depauperada población española y en alguno de aquellos sanatorios antituberculosos que poblaban la Sierra madrileña prestó sus servicios. Más adelante, aprobó con excelente número la oposición a médicos forenses y, pudiendo optar a destinos de más importancia, prefirió volver a su tierra, y en su natal Belmonte ejerció. Al comienzo de los setenta, con la naciente puesta en marcha de los hospitales de la Seguridad Social, fue requerido para desempeñar la jefatura del Servicio de Medicina Interna de la naciente Residencia Sanitaria Nuestra Señora de Covadonga, y allí comenzó la etapa definitiva y más brillante de su profesión médica. Por aquellos años los hospitales de la Seguridad Social iniciaron un cambio sustancial incorporando las nuevas tecnologías hasta entonces inalcanzables por falta de dinero, y dotándose de especialidades hasta entonces inexistentes. A don Celso le tocó el comienzo de esta labor en este hospital, y de su época data el asentamiento de la medicina interna como una especialidad primordial y la incorporación de diversas subespecialidades médicas que por entonces ya habían comenzado a tomar un camino propio. Y en esta labor de profunda dedicación a la medicina interna siempre orientada a una ferviente atención a los enfermos y a la formación de médicos residentes continuó hasta su jubilación en 1997.

No debo olvidar que además de su personalidad médica destacaban en él su vocación y formación humanística, e igualmente sus firmes lealtades que practicó a lo largo de su vida y que ayudan a comprender su personalidad: el amor por su Belmonte natal, que irradiaba a toda Asturias, y que a su vez descansaba en el amor a su país, a España, entendido y sentido desde un espíritu crítico que no le impedía dolerse de sus desgracias, tanto de las vividas en persona a lo largo de su existencia como de las aprendidas de la historia. Era D. Celso un tipo de español del que estamos muy necesitados.

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