Cosas de la casa

25 de Julio del 2013 - José Manuel Fueyo Méndez (Oviedo)

La diócesis es una gran casa, en la que, como en la tuya y en la mía, hay cosas que funcionan muy bien, otras bien a secas, otras regular y otras regular tirando a mal.

Una de las que funcionan menos bien es la distribución del clero, asunto que está de actualidad estas semanas. La verdad es que la peculiar orografía de nuestra región hace que este tema resulte especialmente difícil. Hasta el año 1961 existieron los llamados «concursos a curatos», en virtud de los cuales cada sacerdote accedía a la parroquia en función de la nota obtenida en la oposición correspondiente. Era un criterio discutible, pero era un criterio. A Roma le plugo eliminar este sistema y desde entonces cabe decir que el criterio es que no hay criterio, el plan es que no hay plan. Y prueba de ello es que en estos últimos lustros hubo un poco de todo: sacerdotes que cambiaron de parroquia a petición propia, otros que cambiaron por sugerencia del llamado Consejo Episcopal, y hasta los hubo que fueron removidos por repetidas quejas de los feligreses. En cuanto al tiempo de estancia, los nombramientos suelen hacerse ahora por seis años, pero la cifra venía siendo una simple referencia, que pocas veces se tenía en cuenta. Así, hay alguna parroquia que sólo conoció en un siglo a dos párrocos, hay otras que saludan a un nuevo párroco cada pocos años, y en el último lustro se han dado, lamentablemente, casos de municipios enteros que pasaron todo un año sin párroco: Teverga, Allande y Grandas de Salime-Oscos. Para más inri, este «sistema», o falta de sistema, genera innecesarias discriminaciones entre el clero diocesano, pues algunos curas deben ejercer veinte, treinta o más años en pequeñas parroquias rurales, muchas de ellas de alta montaña e inviernos crudos, mientras a otros hermanos les toca ejercer siempre en parroquias urbanas o de acceso y estancia más cómodos, discriminación que constituye una falta, a mi entender, grave, a la caridad sacerdotal. Por si acaso, aclaro que, aunque el tema me afecta más directamente este año, puedo probar que comenté algo parecido en otras ocasiones. Aclaro igualmente que iré encantado al nuevo destino, que incluye varias parroquias de alta montaña, como encantado estuve siete años en parroquias allandesas y nueve en el Cuarto de la Riera tinetense.

Suena bien la letra de esa cantinela que dice que ni los curas son dueños de la parroquia ni los feligreses dueños del cura, pero la diócesis tiene una historia y la praxis de los últimos años no favoreció precisamente la difusión de esa cantinela, sino todo lo contrario. Pretender ahora que la aprendamos en cuatro días laicos y curas no es posible sin dejar indignados por el camino. Y me dijo un «pajarín» que hasta algunos veteranos sacerdotes, que lo dieron todo por la causa y no profirieron en su vida ni un ¡mecachis!, están ahora que trinan por el trato recibido desde las alturas diocesanas. Es posible: todos cometemos errores, y los altos cargos diocesanos no están libres de ello. En todo caso, el tema de los cambios parroquiales no debe constituir un «casus belli», ni degenerar en una pelea de adolescentes en la fe, que parecen no tener claro si hay que ser de Pedro, de Pablo o de Cristo. No hay por qué dudar de que el Consejo Episcopal, con don Jesús a la cabeza, esté actuando de buena fe, y no hay que olvidar que en esta «empresa» debemos ocuparnos más en sumar que en dividir. Personalmente considero que sumo y no divido si sugiero que se elabore cuanto antes un plan para la distribución del clero diocesano que sea aceptado por una mayoría muy mayoritaria. Sería necesario que en la elaboración de dicho plan hubiese una representación importante de laicos, por un lado, porque tienen derecho a opinar en un tema que también los afecta, y, por otro lado, porque los organismos clericales diocesanos llevan demasiado tiempo demostrando que no son capaces de encontrar una solución satisfactoria a este problema.

José Manuel Fueyo Méndez, párroco de Nuestra Señora de Covadonga, Oviedo

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