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Traqueteo diocesano

25 de Julio del 2013 - José Ramón García Fernández (Oviedo)

Hay un principio eclesiástico avalado por la historia según el cual la Iglesia siempre se reforma («Ecclesia semper reformanda»). Lo hizo adaptándose a la organización del Imperio romano y al sistema feudal de la Edad Media.

Sin embargo, desde el liberalismo del siglo XVIII, los legisladores eclesiásticos se mostraron renuentes a las transformaciones sociales cuyo modelo ético tiene como referente la Declaración de los Derechos Humanos Universales y el sistema democrático, que tienen un origen secular.

Baste recordar la lucha de la Iglesia institucional contra todos los movimientos liberadores, dentro y fuera de la Iglesia, a través de documentos papales: los breves «Quod aliquantum» y «Caritas» de Pío VI; la encíclica «Mirari vos», de Gregorio XVI; el «Syllabus» y la encíclica «Quanta cura», de Pío IX; con las excepciones de Juan XXIII, con la encíclica «Pacem in terris» y la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno del Concilio Vaticano II, clausurado por Pablo VI, dos pontífices que iniciaron un acercamiento al mundo contemporáneo. Todo un proceso de renovación cerrado abruptamente por Juan Pablo II, contrario a todo movimiento renovador dentro de la Iglesia.

Durante su pontificado la jerarquía episcopal se retroalimenta de personalidades sin otro relieve que la adhesión al inmovilismo de los sectores más conservadores de la sociedad y de la Iglesia.

El concepto democrático y los Derechos Humanos se consideraron incompatibles con la Constitución jerárquica de la Iglesia.

Sin embargo, desde una óptica cristiana, las libertades democráticas y los aciertos de la ética laica al servicio de la dignidad humana, en cuanto son conformes con la ley natural y no contradicen los valores del Evangelio, son compatibles con la moral cristiana.

Uno de estos derechos es la participación de todos los concernidos en los procesos de decisión que los afectan. Fue ejercido durante siglos en la Iglesia. No existen razones teológicas para negarlo; pertenece a la genuina tradición de la Iglesia desde sus orígenes y se conforma con los signos de los tiempos.

Lo que atañe a todos debe ser aprobado por todos («quod omnibus tangit, ab omnibus approbetur»), reza una máxima del derecho romano puesta en práctica por la Iglesia.

En virtud de este principio, que también es escriturístico, el Concilio de Reims, celebrado en 1049 y presidido por León IX, ratificó el derecho de los fieles a elegir sus ministros.

No supone una insólita novedad reclamar la aplicación de otro principio eclesiástico fundamental, complementario del que asiste a la autoridad de la jerarquía episcopal, que es el del «sensus fidelium» («el sentir de los fieles»).

El axioma nada sin el obispo («nihil sine episcopo») carece de valor teológico y pastoral cuando no se tiene en cuenta dicha complementariedad.

«La modestia, la disciplina, la conducta exigen del obispo que regule todo mediante una concienzuda deliberación en común y en unión con el clero y en presencia del pueblo perseverante que merece nuestra consideración por la fe y el temor de Dios», San Cipriano.

Decía San Paulino de Nola que el obispo debe estar siempre pendiente de los labios de todos los fieles, pues el Espíritu de Dios habita en todos los creyentes, Ep. 70, 10.

Ante la ausencia de tan sabios y necesarios consejos en el ejercicio de las deliberaciones que afectan a las comunidades parroquiales y la carencia de cauces jurídicos diocesanos para ejercer la corresponsabilidad, solo queda la alternativa de la reivindicación, la contestación y la solidaridad.

No se trata de negar la figura del epíscopo, ni de mermar su ministerio, ni de poner en duda su autoridad, sino de moderar los excesos dimensionados de un poder episcopal que enajenó los derechos de los laicos y del clero secular.

Existe la convicción de que el obispo actúa autoritariamente, concede prebendas y aplica penalizaciones, aunque oficialmente se intente negar.

No se aprecian criterios objetivos en su modo de actuar. Sacerdotes de comportamiento intachable, excelente preparación y con talante pastoral son sistemáticamente marginados.

Cunden la desconfianza, la división y el malestar.

Es evidente que quien ha originado su causa es el que está llamado a rectificar.

Al buen pastor le basta con tranquilizar sin desollar («boni pastoris est tondere pecus, non deglubere»).

José Ramón García Fernández,

ex capellán del HUCA, Oviedo

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