Gracias maestro

29 de Julio del 2013 - Alfonso Rodríguez Fidalgo (Oviedo)

Los recuerdos y los sentimientos se me agolparon cuando conocí la noticia de la muerte de Celso Álvarez. Conocí a don Celso, como siempre fue y será para mí por años que pasen, el verano de 1972, y la profunda admiración que me generó su ejercicio de la profesión fue el factor determinante para que decidiese canalizar mi vocación médica a través de la medicina interna.

Su brillantez intelectual y su continua búsqueda de la excelencia adquirían cotas admirables, y en reuniones de equipo, sesiones clínicas generales o intervenciones en congresos daban lugar a sucedidos, anécdotas o acontecimientos que ponían de manifiesto esas cualidades, que deberían ser un motivo de estudio académico que lo evidenciaran mejor de lo que puedan hacerlo estas torpes y apresuradas líneas.

Sin embargo, con ese gran bagaje científico y con el muy sólido currículum al que hace referencia su amigo Pipo Aza en el emocionado y humano perfil que le dedicó en el diario LA NUEVA ESPAÑA del día 21 de enero, don Celso nunca gustó de ser acaparador de titulaciones ni nombramientos ni coleccionista de referencias bibliográficas. Su mucha sabiduría médica la llevaba y, lo que es más importante, la regalaba con gran discreción y modestia. Siempre me impresionó el hecho de que en su placa o sus cuartillas, simplificando los muchos títulos que legítimamente podía exhibir, rezaba un escueto «Celso Álvarez. Médico», y eso mismo es también lo único que figuró en su esquela mortuoria. ¡Cuán cierto es que son las personas las que engrandecen a los títulos!, y ¡qué noble contenido daba don Celso a esa entrañable palabra de médico!

Pero por encima de esa evidente y muy alta capacitaclon técnica, muy por encima, estaba su vertiente humana, de la que las antes citadas características de discreción y modestia eran un apunte. Para don Celso la persona enferma era lo más sagrado, y el ejercicio de su profesión, un sacerdocio al que se entregaba fundamentalmente con compasión y con auténtica fraternidad. No sólo nunca ejerció la más mínima acepción de personas sino que muy al contrario, siempre sabía tener el gesto, la palabra, la actitud personalizada que hacía sentir al paciente que él era lo único trascendente en el interés de don Celso. Era la encarnación de la phylia platónica, en la que médico y paciente se hacen amigos a través de la enfermedad. Así me lo constataba recientemente una de sus pacientes al recordar conmovida el cariño personalizado y diario con que seguía su padecimiento crónico.

Contemplar a don Celso al lado de la cama del paciente, la auténtica devoción con que lo auscultaba o palpaba su abdomen, o reflexionaba una y otra vez sobre las exploraciones complementarias, buscando una luz que le iluminase el camino hacia la curación, el alivio o el consuelo de la persona enferma era contemplar la entrega en todas sus potencias de un ser humano para con su prójimo. Sabía luego contar al paciente la anécdota que humanizase la visita, adoptar el tono de voz cálido, el gesto sosegado que a la persona que sufre le regala la tranquilidad y la paz que tanto necesita.

Como decía antes, con los compañeros era igualmente generoso. Siempre regalando su saber, nunca una mala palabra, nunca un desaire ni un rechazo a una solicitud de ayuda. Cuando había de hacer una enseñanza o una corrección, y obviamente sobre todo con los jóvenes había de ser necesariamente, lo hacía con cariño, con simpatía, y cuando la ocasión lo requería, con una ironía tan inteligente y respetuosa que quedabas sumamente agradecido de la lección regalada. Cuando en el ejercicio profesional se establecía un diálogo colaborativo mostraba la sencillez y generosidad de los grandes, los únicos capaces de hacer aparentar que el importante eras tú.

Una de las últimas veces que lo vi, en un sosegado (con él no podía ser de otra manera) paseo por el parque de San Francisco, tuve la fortuna de poder expresarle personalmente mi gratitud por su magisterio. Hoy su testimonio intelectual y humano queda en manos de sus hijos y sobrinos médicos. A ellos y a Tina, su querida compañera en su paso por este mundo, mi más profundo sentimiento de afecto.

A usted, querido don Celso, maestro, eterna gratitud por su generosa amistad.

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