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El día en que descubrí a Elvira

6 de Agosto del 2013 - Alfreda Álvarez Argüelles (Oviedo)

Era un espléndido día de junio. Pensé que estaría muy bien en el parque, así que cogí un libro y fui allí a pasar unas horas. Pero como las distracciones empezaron a engatusarme la vista y la mente, la lectura fue quedando postergada, ya que tampoco era la más idónea para este lugar.

Y fue esa tarde cuando la descubrí. Sentada en un banco –con un gran hato al lado–, no muy lejos de donde yo estaba. Rondaba los setenta. Aspecto robusto, aunque más bien dado por sus ropas abundantes y voluminosas, cuyo color oscuro contrastaba con la pálida tez de su cara. En postura estática, se entregaba plácidamente a una bandada de palomas, que picoteaban a sus pies, en las palmas de las manos –aquietadas en el regazo– y aleteaban sobre sus hombros. ¿Loca? Sin duda se trataba del momento mejor del día en el que, compartiendo su pan, intentaba sentirse útil, mientras percibía la proximidad y las caricias de aquellos seres alados, que eran capaces de arrancarle un poco de soledad.

Verdaderamente, aquellas me parecieron las palomas de siempre, símbolo de paz e inocencia. Recordé a la del arca de Noé con su ramito de olivo en el pico –portadora de buenas noticias–, la suelta de ellas en los Juegos Olímpicos, significando hermanamiento entre los pueblos. Nada tenían que ver con las proliferas y desarraigadas palomas que, con su corrosivo excremento, pueden dejar sin galones al arrogante general de la estatua ecuestre que preside la plaza, o desdibujar el bajo relieve del tímpano de una catedral.

Finalmente, las palomas se fueron marchando, y la mujer, batiendo con suavidad el aire, despidió a las más rezagadas.

Luego permaneció sentada un buen rato.

La noche amenazaba apremiante al día, que se estiraba remolón, deleitándose en los pequeños hechos cotidianos, como espiar el beso furtivo de dos adolescentes, escuchar el retardado chapoteo de los patos en el estanque y despedir complacido a Julián, que, quitando su gorrito blanco, era arrastrado paseo abajo por el carro de barquillos y helados. La frase «hasta mañana, Elvira» llegó a mis oídos acolchada por las hojas de los árboles y musicada por el traqueteo del carrillo, que ya había desaparecido a toda prisa. Sin duda era la despedida de Julián a la mujer, pues ésta levantó la mano, agitándola.

Al cabo de un rato, Elvira se levantó e inició la marcha lentamente. Yo, curiosa, aparqué la prisa y me dispuse a seguirla.

Y, orillando el centro de la ciudad, al cabo de un cuarto de hora, se metió entre dos casas viejas que dejaban entre sí un tipo de solar o pasadizo. Allí se paró. Pero como la noche ya rodaba entre los objetos y la luz era escasa, yo apenas podía observar sus movimientos. Mas, a fuerza de azuzar los ojos, pude distinguir unos cartones que se agitaban. Luego fue cesando el movimiento. ¿Ya dormiría Elvira? Pensé que aún no, simplemente estaba agotada, pues el lastre de tan anómala vida aplazaría su sueño. Quizá a esas horas sus gastados huesos le pasaban factura, o tal vez rememoraba con espanto el intento de extorsión de aquella mafia de mendigos, y siempre la pesadumbre de su vida azarosa y desordenada, sintiendo la opresión de la nostalgia en el pecho por no haber aprovechado aquellas ocasiones que ya no se repetirían... Entonces imaginé que un llanto sereno y avezado corría manso por el rostro mate de Elvira. Luego vendrían las palomas a enjugar su llanto, aleteando alrededor de su cara. Finalmente, empezaría a dormir.

Después, me dirigí a casa. Y, cuando avanzaba hacia el centro, la noche, enfarolada, ya había tomado posesión de la ciudad. El ambiente se presentaba atractivo. Pandillas de jóvenes y no tanto paseaban charlando alegremente. Camareros endomingados portaban consumiciones exóticas al público, que atestaba las terrazas. Unos músicos callejeros impregnaban el aire con dulzones ritmos tropicales. Así que empecé a perderme en aquel ambiente tan seductor, mientras la figura de Elvira se iba desvaneciendo por momentos.

Sólo que, al amanecer, me desperté sobresaltada, con la espalda muy fría y los brazos cansados de amontonar cartones sobre mi cuerpo. Para serenarme, mis manos acariciaron con avidez el vistoso edredón de verano que me cubría.

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