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Lenguas vivas ¡y mucho!

29 de Julio del 2013 - Pedro Riesco García (Oviedo)

Hace pocos días, conversando acerca de la futura carrera que cursaremos en la Universidad y, habiendo respondido que la elegida era Estudios Clásicos (o, como se llamaba hasta no hace mucho, Filología Clásica), tuvimos que asistir al despropósito de vernos obligados a responder a la siguiente cuestión: pero, ¿cómo haces eso? No sirve para nada. Es una lengua muerta.

La persona que tuvo el atrevimiento no sólo demostró un total desprecio por la cultura sino que cometió un craso error al repudiar con desdén los orígenes de nuestra civilización occidental. Un pueblo que deja de lado quién es y cuáles son sus raíces acaba por relegar al olvido la fundamentación última de sus leyes, su idiosincrasia, sus valores, su filosofía, sus tradiciones y su modus vivendi, por perder su esencia e identidad. No podemos darnos cuenta de quiénes somos sin saber de dónde venimos.

Por todo lo antedicho es obvia la necesidad de no aparcar el estudio del latín y del griego, pero más gravedad comporta aún alegar que sean lenguas muertas puesto que no sólo están muy vivas, sino que además son idiomas clásicos, cuya vigencia traspasa las fronteras espacio temporales.

La utilidad del latín y el griego es patente: la práctica totalidad del acervo lingüístico del castellano exceptuando préstamos de idiomas foráneos se cimenta en las lenguas que Homero y Virgilio hablaron. Por otra parte, el derecho se vale de múltiples modismos latinos que enriquecen los textos jurídicos. Del mismo modo, la taxonomía y la tradición de la Iglesia también se han valido de la Universalidad (o «catolicidad», en griego) del latín así, hasta nuestra norma culta de la lengua española que aprovecha no pocos adagios latinos, muy lucidos, que dotan a nuestro idioma de un carácter culto y sonoro.

Pero si esto les parece poco, todavía hay más: estudiar lo clásico es reconocer la relevancia trascendental de la historia, la literatura, el arte, la filosofía y la política grecolatinas. ¿Acaso podríamos hablar de democracia si en el s. V a. C. Pericles no la hubiera introducido en Atenas? ¿Cómo cambiaría el rostro de esta ciudad sin su Partenón, o el de la Roma Eterna sin su Coliseo? ¿Qué sería de nuestro pensamiento occidental sin Platón o Aristóteles? ¿Y de nuestra literatura, nacida en las grandes epopeyas de una nómina inmortal de poetas? Ellos trataron el amor, la muerte, la guerra, la tristeza y la alegría; la vida en definitiva. Desde la Odisea homérica hasta la pregunta filosófica acerca del fundamento ontológico del universo que se plantearon los aqueos, todas las disciplinas versaron acerca del «anthropos» y del «cosmos», del hombre y del mundo, de la realidad profunda, íntima, pura y plena de las cosas

De todo lo dicho se desprende nuestro exacerbado alegato en favor de lo griego y lo romano, en favor de las lenguas clásicas, en favor de nuestra identidad: lo que verdaderamente somos.

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