Un nido vacío
Justo enfrente de mi ventana hay un nido. Debajo del tejado de mi vecino. Es de tierra, cuidadosamente construido. Lleva allí muchos años. Todos los veranos revoloteaba a su alrededor un par de golondrinas. Dicen que cada año las mismas. No lo sé. Yo no las distingo. Sólo entretenían mi rutina. De repente, un buen día asomaban la cabeza sus crías: una explosión de vida. Pero este año no han venido. Y las he echado de menos.
He mirado en mis paseos, pero no veo por ninguna parte golondrinas. ¿Existirán razones de su ausencia? Seguro. La capa de ozono, el cambio climático, el exceso de lluvia... lo de siempre, imagino. ¡Qué pena no tener un ornitólogo amigo!
La ausencia de su revoloteo ha traído a mi memoria el llamado «síndrome del nido vacío». Estado de tristeza que se abate sobre los padres cuando los hijos, su prole, han abandonado el hogar, el nido. Pura ley de vida.
Y no sé por qué, pero me ha dado por pensar que igual todo es una metáfora. Y ese insólito vacío que he observado enfrente de mis ojos no es otra cosa que el reflejo de ese otro gran nido vacío en que se ha convertido este país nuestro. Del que han marchado, y siguen haciéndolo, sus más preciados polluelos, nuestros hijos. Dejándonos la pena de su ausencia y el fracaso de sus proyectos. Este gran pedazo de tierra árida (España) sin sangre joven corriendo por sus venas.
«Volverán las oscuras golondrinas, en su balcón los nidos a colgar...». Ojalá Bécquer tenga razón y el próximo verano pueda volver a ver llenos ambos nidos, el de mi vecino y el de mi país. Eso significará que las golondrinas han vuelto y con ellas también nuestros hijos.
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