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Excursión alrededor de una croqueta de jamón (II)

4 de Septiembre del 2013 - Francisco Serrano Pérez (Salinas)

Con idéntico título me publicaron en este medio, el 27 del pasado julio, una historia sobre un CPND, es decir, un conflicto personal no deseado. Ahora, muy crecido, refiero otros conflictos, de alguno de los cuales sólo soy espectador. Alguno pensará que adoro los conflictos, o incluso que soy conflictivo. ¡Qué más me da!

Voy siendo ya mayor. O muy mayor, según se mire. Últimamente, y coincidiendo con la entrada en la década de los setenta, se están produciendo algunos cambios en mis relaciones con mis semejantes, con mis amigos, que tienen la suficiente entidad como para que merezca la pena hablar de ello.

Yo, y lo escribo con orgullo, siempre he tenido muchos amigos. Por ejemplo, tras una vida laboral a todas luces normal, y después de 18 años de haberla dejado, sigo viéndome todas las semanas con compañeros de trabajo, en una agradable comida, en la que nos decimos de todo. Hay risas. Hay divertidos comentarios. Hay camaradería, y mucho cachondeo.

No pensamos igual en muchas cosas, pero el respeto y el cariño nos hacen conversar y discutir de casi todo, sin que nada traspase los límites no escritos de una amigable convivencia, y así, semana tras semana.

Con el despliegue de la tecnología, dado que fuimos informáticos, la conversación es continuada durante los seis días siguientes, gracias a un cruce casi ininterrumpido de e-mails.

Pero yo quería hablar de otras cosas. De las cosas feas. De cuando tenemos problemas.

Una de ellas es una conversación telefónica que recientemente mantuve con un amigo. Siempre nos hemos llevado bien, incluso teniendo en cuenta que pertenecíamos a empresas distintas, en la que una trabajaba para la otra. A veces, cuando las averías se producían, hemos salido del trabajo en la madrugada y quedado a conversar, y a celebrar el fin de la avería, dos o tres horas más, mientras tomábamos unas copas y me contaba cosas de lo que veíamos en aquel momento, las estrellas; tema en el que era una «eminencia».

El otro día me llamó, y estuvimos hablando tres cuartos de hora. Tiene muchos problemas. Uno de ellos, una hija que padece un cierto nivel de anormalidad, aunque su aspecto sea muy agradable. Me explicaba que un día de estos le espetó: «¡Papá! ¿Yo, por qué no puedo casarme?».

Mi amigo me preguntaba lo que habría dicho yo en su caso. Yo no supe qué contestarle. La hija tiene ahora 31 años.

También está el caso de otro amigo con el que, de repente, me vi envuelto en una discusión sobre política, tras la cual no hemos vuelto a vernos de una manera consciente por ambas partes, supongo. ¡Qué pena! ¿No?

Luego está lo otro. Lo de la otra pandilla, en la que hace ahora tres meses me sometieron a un tratamiento sectario, impropio incluso de una secta que se precie.

En un momento me acallaron, cuando yo trataba de exponer una situación. En otro momento impidieron que me fuese de un lugar, en el que yo no estaba cómodo, por la presencia anunciada de otra persona.

Yo hay cosas que no las admito, y me entusiasma ser libre, y sentirlo, aunque algunos, por eso, se sienten molestos. ¡Qué se la va hacer!

No paro de darle vueltas a todo esto, y este pensamiento se ha visto acrecentado por una experiencia vivida en el pequeño tren que cubría el trayecto Pravia-Salinas. En él, una señora de mi edad explicaba a quien la quería escuchar que estaba enferma. Que pensaba en matarse, por no poder superar la situación, ni esperar diez días más, hasta la vez de «su» psiquiatra. Que sus hijos no le hacían caso. Que estaba separada...

Y todo esto, sollozando.

Realmente, la vida es un cuadro tremendo, llena de situaciones absurdas, en las que no se sabe muy bien por qué nos empleamos a fondo en fastidiarnos unos a otros.

¡Ah, mientras tanto lady A ya no me saluda! ¿Será por mentir? ¡Qué panorama?

Hace poco, volviendo en coche tres amigos de una expedición de castigo a la andorga, vimos un cartel que nos llamó poderosamente la atención, en el que se nos decía en tono conminatorio: «¡Hibridízate»!

No sé si piensan que somos neandertales en trance de extinción o denisovanos en apuros, pero yo creo que hibridizándome no se me va a pasar esta especie de sarpullido, que, amén de picores, casi me impide ver las cosas de una manera correcta. La «adaequatio rei et intellectus» de toda la vida, desde que lo dijo el aquinate. ¡Vamos!

Por eso, ahora que se habla tanto de la pérdida de valores, qué importante resulta contar con unos criterios, con unas creencias, con unos amigos, con...

¡Pues, eso!

Francisco Serrano Pérez

Salinas

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