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¿Por qué hay tantos apartados de la Iglesia?

7 de Septiembre del 2013 - Julio García García (Oviedo)

Dios me libre de la pretensión de dar una respuesta completa sobre un problema tan profundo, tan extenso y de tan complejas causas.

Solamente pretendemos hacer referencia a alguna de las causas de ese apartamiento de la Iglesia que venimos observando.

Una causa que nos parece importante es la ignorancia religiosa, es decir, el desconocimiento de la verdad, de la bondad y de la belleza del mensaje cristiano que la Iglesia nos transmite.

Esta ignorancia tiene grados:

Uno de ellos es el de aquellas personas con ignorancia absoluta, o sea, que no recibieron instrucción ni en el colegio, ni hicieron la catequesis ni en la familia les orientaron. Incluso, en muchos casos, en el hogar les dieron información contraria a la fe de la Iglesia.

Y es evidente que no se puede creer ni amar aquello que se ignora.

Otro grado menor de ignorancia es el de aquellos que recibieron alguna instrucción en el colegio, hicieron la catequesis y la primera comunión, pero luego dejaron de asistir a la iglesia, no completaron su formación, quizá por la indiferencia o despreocupación de sus padres, y van apartándose de la Iglesia y dejándose influir por las actuales vigencias sociales, en las que Dios y la Iglesia no cuentan. Otra causa, muy generalizada, es la tendencia que todos tenemos a sustituir la voluntad de Dios por la propia, es decir, a convertirnos en pequeños dioses que deciden lo que es bueno y lo que es malo, según nuestros gustos, nuestros intereses, nuestros placeres. Se ve a la Iglesia como un conjunto de prohibiciones que anulan nuestro libre albedrío.

Hay otra causa que es más seria y bastante extensa, que afecta a personas, incluso de buena voluntad, pero que les resulta difícil creer. Se resisten a admitir todo aquello que exceda de lo que se ve, de lo que se experimenta, es decir, lo sobrenatural. Les cuesta creer que Jesucristo era el Hijo de Dios, les cuesta admitir la resurrección de los muertos, la existencia de una vida eterna, etcétera. La existencia de tanta injusticia, de tanto dolor, de tanto mal, les parece incompatible con la existencia de un Dios omnipotente y misericordioso.

Pero en España ocurrió un hecho, político, cuando en noviembre de 1975 falleció el jefe del Estado, Francisco Franco, y su sucesor tomó la decisión de sustituir el régimen católico, nacional y social de democracia orgánica, por el de democracia partitocrática, relativista y laica, similar al que existía durante la II República.

Así, los partidos políticos pasaron a ser el único cauce para la representación política; los separatismos independentistas aparecieron con fuerza. Y el relativismo, que niega la existencia de principios y valores permanentes y universales, especialmente en el orden moral y político. Por lo tanto valen tanto unas opiniones como otras, y para gobernar deben tenerse en cuenta las voluntades mayoritarias determinadas mediante las urnas. Por otra parte, el laicismo no se entendió como neutralidad del Estado y libertad religiosa, sino como laicizante, opuesto a la Iglesia y a la religión, a la que considera como algo subjetivo, íntimo, que no debe contar en las decisiones públicas.

Ocurrió, además, que después de un corto período político, en el que se elaboró una constitución con muchas lagunas y fallos, llegó al poder la izquierda, representada por el Partido Socialista, que, si bien había renunciado al marxismo y a la revolución económico-social, asumió las tesis de la revolución de mayo de 1968 y de la tercera ola del feminismo radical. Y, en consecuencia, durante unos veinte años, dicho partido legisló y propagó, conforme a esa ideología: legalización del aborto, libertad sexual, matrimonio homosexual con derecho de adopción, legalización de las «parejas de hecho» con los mismos derechos que los matrimonios, el cambio de sexo, educación en el respeto a dichas legalizaciones, etcétera.

La propaganda y la legislación en pro de esas ideas, claramente contrarias a la moral de la Iglesia e incluso a las leyes naturales y la razón, ejercieron un efecto devastador sobre la fe de la Iglesia como es evidente.

Acertó plenamente un alto dirigente socialista cuando declaró: «Dejaremos a España como no la reconocerá ni la madre que la parió».

Así se produjo, especialmente en los veinte años de gobiernos socialistas, la mayor inversión religioso-moral y cultural que registra la historia de España.

El paso de gobiernos denominados de centro-derecha, más atentos a lo económico-social y político que a lo religioso-moral, no significó nada eficaz contra la acción socialista.

La situación, que no es exclusiva de España, ha alarmado incluso a relevantes intelectuales, como Jürgen Habermas, Marcello Pera, Havel, Gustavo Bueno, que se declaran ateos o agnósticos, a buscar la solución en los valores morales cristianos. Así Marcello Pera declara: «Hay que comprometerse en la defensa de algunos valores y principios a fondo, como la dignidad humana (concepto cristiano), el matrimonio heterosexual y la familia (concepto biológico y natural) y el respeto religioso (concepto cultural)».

El cardenal Ratzinger sale al encuentro con Pera y dice: «Nuestro intento de comprender al hombre prescindiendo de Dios nos conduce, cada vez más, al borde del abismo, a prescindir totalmente del hombre».

Julio García García

Oviedo

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