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Los «golfos apandadores» y el canon de playa

9 de Septiembre del 2013 - Ángel Luis Fortúnez Redondo. (Poio (Pontevedra))

Empieza a ser harto cansino, por habitual, una estampa que se repite en las playas norteñas, por ser las que frecuento, que toma el tinte de desagradable y bochornosa por oportunista.

Y no es otra que aquella dibujada por el momento en la que accedes con el vehículo a la típica explanada de la playa, a saber: suelo público, momento en el que súbitamente eres abordado (por no decir asaltado, pues razonablemente albergo serias dudas de que no estemos ante una exacción ilegal del Art. 437 del Código Penal, todo un delito, cierto que poco penado), en el que alguien (en este caso «alguienes»), que suele actuar en nombre del Ayuntamiento, te aborda para que pagues un canon.

La estampa de referencia, ocurrida a las 15.30 horas del domingo 1 de septiembre de 2013, quedó retratada en la playa del Aguilar, en Muros de Nalón (Asturias), a cuya explanada, que no playa, solía acudir tan de vez en cuando como de cuando en vez, en donde suelo hacer una parada de esas recomendadas por la DGT en los desplazamientos de largo recorrido, en donde te desentumeces, te oxigenas y revitalizas el ánimo. Quede claro: nunca hice uso de ningún servicio público que pueda haber, como tampoco dejé vestigio alguno de mi presencia, como pudiera ser la dejación de residuos orgánicos.

Me reconozco extremadamente nostálgico y sensible, condiciones que veo agudizar, en mi caso, con la edad, motivo por el que aquí me hallo en este relato.

La abrumadora estampa, créanselo, de forma refleja me llevó al recuerdo de las viñetas del Tío Gilito, allá en donde se hacían presentes los «golfos apandadores»: aquellos tres ositos que con indumentaria de preso y caracterizados con antifaz hacían de su risa sardónica su seña de identidad; lo que me vino a la cabeza en aquel preciso momento en el que tres operarios pseudouniformados advirtieron la intermitencia del vehículo, pues no llegué a entrar a la explanada, que, por cierto, estaba repleta de coches, y no siendo yo el Tío Gilito, y muy resueltos ellos en su tarea, talón en ristre, se abalanzaron al unísono hacía el coche, lo que propició que frenase el vehículo y, tan apresuradamente como ellos, asomase por la ventanilla cabeza y brazos en actitud de rendición por mi parte, tal es la de manos arriba, indicándoles de viva voz mi pretensión, que, visto lo visto, no era otra que la que terminé haciendo: un cambio de sentido; ídem que en sinonimia acompañado del si tenía aquella inverosímil situación al carecer de ello.

De ser lícita y legítima esa cobranza, no tengo la menor duda de que para mí es y será siempre amoral, ignominiosa y, por qué no, bochornosa.

Y al hilo de todo esto y algo más que me reservo sobre la administración de los administrados, mi pregunta sin respuesta: acaso, y sin acaso, ¿la vida y nuestros movimientos no están lo suficientemente tasados en tasas como para que, aun encima y encima de uno, se reconvierta a los vigilantes de la playa en los cobradores de la playa?

A veces, el sabio pueblo llano protesta por menos, pero en aquel momento, allí, todos contentos menos yo.

Ni quito ni pongo, mas juzguen, por favor, ustedes mismos.

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