Tristeza infinita por la muerte de Pipo Aza
Cuando un buen amigo me dio la triste noticia de que Pipo Aza había muerto, se lo hice repetir porque no lo podía creer. Así, tan de repente. Pero la triste noticia era cruda realidad: Pipo había muerto.
Nacido en Huesca, asentado en Las Regueras, formado en Santiago de Compostela y finalmente residente en Oviedo, tenía un currículum profesional difícilmente superable: premio extraordinaria de Medicina; ex jefe del servicio de cirugía del HUCA; profesor de la Facultad de Medicina de Oviedo; miembro de la Real Academia de Medicina Asturiana, etcétera, etcétera. Pero su currículum personal era muy superior: enamorado de su esposa, Rocío; padre entrañable de sus cinco hijas: Salomé, María José, Marta, Rocío y María Fernanda, a las que adoraba y acompañaba muchas veces en sus viajes al extranjero; apasionado abuelo de sus nietos, alabando al mayor por sus cualidades y notable inteligencia dándonos a conocer sus importantes trabajos escolares, de los que se sentía, con razón, plenamente orgulloso; socialmente muy humano, con un gran sentido del humor, cordial, amable, muy amigo de sus amigos, cazador impenitente, en fin, una persona perfecta, quizá tuviese algunas pequeñas imperfecciones (que yo no conocí, si es que las tuvo), pero, aun así y por ello, más humanamente perfecto. Era, en fin, un hombre bueno, extraordinariamente bueno.
Conocí a Pipo, no hace muchos años, al participar, casi a la vez en una tertulia que más tarde bautizamos como Martes y Viernes, y desde el primer momento nuestra amistad, libre, exenta de todo tipo de compromiso y ligaduras, sincera, fue en aumento, hasta llegar a ser uno de mis mayores, mejores y más entrañables amigos. Mi tristeza por su indefinida ausencia es infinita.
Espero que, cumpliendo con sus arraigadas creencias religiosas, esté sentado a la derecha, muy cerca, de Dios Padre, porque realmente se lo merece.
Santiago Iglesias Vincelle
Oviedo
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