Casualidad

18 de Septiembre del 2013 - Marino Iglesias Pidal (Gijón)

Tiempo ha que el pensamiento de la muerte me acompaña, se podría decir, las veinticuatro horas del día. Si en algún momento desaparece no lo hace más de una o dos horas de las cuatro o cinco que duermo y que están ocupadas por sueños en los que, de una u otra forma, se haya presente Átropos. Al igual que durante las representaciones mentales de la vigilia, a ratos la tengo como figura principal, otras disimulada en el decorado, pero siempre está ahí y me suele meter en interminables especulaciones sobre la vida.

Recuerdo al niño que se murió con catorce años, lo recuerdo porque los dos teníamos la misma edad y la misma enfermedad, meningitis, que a él lo mató y a mí no. Recuerdo, porque coincidíamos en la sala de espera de oncología, al muchacho de veintiuno y a varios hombres y mujeres que también fallecieron muy jóvenes. Y al asomarme a la ventana veo muchas veces pasar por la acera de enfrente un nutrido grupo de personas, afectadas por diferentes minusvalías, que caminan cogidas de la mano entre sí y sus cuidadores o son desplazadas en sillas de ruedas.

Creo que el hombre es, sobre todo, desde el mismo momento en que es engendrado, una simple, pura y dura casualidad. O sea: una combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar. Muchas veces ni siquiera podrá tomar decisiones y desde luego jamás sabrá del tiempo disponible para ejecutar las que tome.

Nada ni nadie nos elige para vivir más o menos tiempo ni siembra con pétalos de rosas o espinas de cactus nuestro paso por la vida; y, sobre todo, absolutamente nada ni nadie ajeno a nosotros toma decisiones basadas en una ética existencial que premie el bien y castigue el mal. Ya me gustaría la existencia de una reencarnación consciente y justa, qué maravilla; ver en la siguiente a los justos cobrando su premio y a los cabrones pagando su castigo, lo que haría justo que el mal de los segundos fuera la alegría de los primeros y la alegría de los primeros el mal de los segundos.

Lamentablemente la justicia no pasa de ser una quimera, pues, al menos de momento, la evolución aún no ha instalado el chip adecuado en el hombre, el único que podría impartirla y que no hace sino enfangarla.

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