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Ocupando el vacío

24 de Septiembre del 2013 - Francisco José Cadavieco Suárez (Luanco)

Si amanecieses lejos de mí los cuentos de amor enviudarían; el secreto de la niebla se disiparía y un perro callejero dejaría a la luna embarazada. En pocas palabras: Te quiero

Ocho de la mañana. Lo peor del cielo es que, a veces, se despierta tan oscuro que apenas deja espacio para el hilo perfumado del amanecer; lo peor del cielo es que, a veces, se apega al contexto y moldea una amargada careta de hielo.

Itziar conduce trazando una sonrisa que se agarra fuertemente a un rayo de sol distraído que, aún en zapatillas, se posa sobre el interior del coche perturbando la adormilada lluvia. Mientras tanto yo empleo mi tiempo en ensayar el silencio perfecto; en aprender a decir todo sin necesidad de mediar palabra. Itziar odia los límites que intentan que el mundo avance sin ella y no entiende las caricias envenenadas que pasan sin llamar y cruzan al otro lado de la acera sin darle tiempo a protestar; a apretar los dientes; a llegar a la puerta de su casa.

La última vez que me dijo que me quería fue cuando me miró y me vio; hace apenas dos segundos. Un gato maullaba subido a un tejado agitando con fuerza unos cascabeles contra el temblor de su pecho, pensando que aunque el tiempo no avanzara tan rápido como antes, sus pasos eran cada vez más lentos; proyectando los recuerdos de una luna, mucho más joven, que meneaba la cintura de otra manera.

El semáforo cierra los ojos y ella aprovecha para posar su cabeza sobre mi pecho vistiéndose de avestruz. Yo malgasto el tiempo suspirando y cuando reacciono las luces nos dan paso martirizando a mi apetito y dejándome la sensación de haber perdido un beso: Atento tuerto que se rifa un ojo, pienso mientras el cuerpo inerte de la noche reposa al otro lado de la montaña.

Última parada. Itziar aparca mientras el sonido agudo que recorre su garganta provoca que los borrachos, en hora de cambiar el mundo, rodeen el coche convirtiéndose en palmeros. Ella continúa cantando sin enterarse de que un mendigo se ha deshecho de los cartones que lo protegían para darle unas monedas y regresar a la cama silbando un gemido incapaz de atravesar el anclado interés de los políticos. Un trozo de la aurora toca un acordeón sin fuelle. Las gotas de lluvia, casi moribundas, dejan paso a una claridad que rebota en el rostro de Itziar. Ella vuelve a sonreír. Me ciñe en su mirada y me cuenta lo poco que le ha costado aprender a quererme demasiado.

Entonces desato mi silencio y la beso. Nueve de la mañana.

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