El «Día mundial de los docentes»
Casi siempre que se habla de educación solemos referirnos a los estudiantes o al sistema educativo o, simplemente, a los resultados del mismo que, en forma de estadísticas, luego se interpretan como mejor convenga. Pero pocas veces nos referimos a la profesión de docente. Desde 1994, el 5 de octubre se celebra el «Día mundial de los docentes», instituido por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), y la Internacional de la Educación (IE).
Hasta no hace muchos años, este día prácticamente coincidía con el comienzo del curso escolar, y la fecha representaba la ocasión idónea para rendir homenaje con palabras bienintencionadas, no ausentes de retórica, a profesores y maestros, a los hombres y mujeres que con un trabajo callado y vocacional desempeñan un papel esencial en el aprendizaje y educación de nuestros hijos.
Ahora, este día pasa desapercibido. Pero, aun así, debe ser una fecha reivindicativa para los docentes, y representa un buen momento para señalar el paulatino empobrecimiento de sus condiciones laborales a la par que progresan sus responsabilidades y carga de trabajo dentro y, especialmente, fuera del aula.
Porque son muchas las tareas y cometidos que deben desarrollar los profesores. Algunas desconocidas por una buena parte de la sociedad, y que quizás no esté de más señalar. Además de preparar adecuadamente las clases y materiales, y llevar a cabo la corrección de pruebas y trabajos, deben realizar tutorías de alumnos, preevaluaciones, reuniones departamentales, atención a la diversidad, atención de padres de manera presencial y vía e-mail, educar en valores, reuniones de evaluación, memorias, reuniones de equipos docentes y con el departamento de orientación, adaptaciones curriculares, informes, organización de actividades complementarias, control de absentismo escolar, elaborar pruebas y participar en tribunales, propuestas de mejora académica... sin olvidar, las siempre polémicas actividades extraescolares.
Cierto que la educación de hoy conlleva mucho más que la transmisión de conocimientos. Pero estas nuevas labores contrastan con la falta de apoyo y estímulo que de forma explícita unas veces, e implícitamente otras, emanan de las directrices de las administraciones educativas, sólo contrarrestadas por el buen hacer y el sentido de la responsabilidad de la mayoría de los profesionales de la enseñanza que todavía, afortunadamente, mantienen el ideal de una educación pública, eficaz, compensadora de desigualdades y dotada de los medios materiales y humanos suficientes para garantizar la calidad y el servicio que de ella se espera.
No hay legislatura que no sitúe la escuela en el centro del debate político. Los continuos cambios legislativos –reformas y contrarreformas– en materia educativa no hacen otra cosa que fomentar el escepticismo y el desánimo entre el personal docente y alejarse del fin perseguido.
En estos momentos estamos asistiendo al trámite parlamentario de la ley de Mejora de la Calidad Educativa –LOMCE–, del ministro Wert. Una reforma que bajo el paraguas de la disminución del abandono escolar, la mejora de competencias en determinadas materias instrumentales y el incremento de la autonomía de los centros, esconde merma de presupuestos, planteamientos ideológicos– con la religión como protagonista– que, junto con el decreto sobre becas, trata de volver a un sistema educativo más emparentado con los medios económicos y el nivel social de las familias y de los estudiantes que con el derecho a la educación para todos. Medidas injustas que van a dificultar, cuando no impedir, que todos los jóvenes puedan tener acceso a una educación que les permita un futuro en igualdad de oportunidades.
Por otro lado, hay silencios difíciles de explicar. Resulta desalentador observar cómo en el ejercicio de las competencias correctoras o disciplinarias la presunción de veracidad del profesor ante hechos constatados y formalizados por escrito se pretenda equiparar a la del alumno y sirva de excusa a parlamentarios regionales para no apoyar leyes que, si bien no son las más prioritarias en la enseñanza, sí son demandadas por una amplia mayoría del profesorado. Algo así como pedirle al médico de cabecera que, ante una lesión de huesos, te mande al oculista. El médico, cuando menos, se quedará perplejo. Y el enfermo evidencia que desconoce la realidad de la medicina.
No obstante y a pesar de ello, los trabajadores de la educación –inclusive el personal de administración y servicios–, son hombres y mujeres que, en el día a día y de forma anónima, mantienen y vertebran el sistema educativo desde la etapa infantil hasta la Universidad adaptándose a las nuevas circunstancias que hacen grande esta profesión. Que desempeña, no lo olvidemos, una función social para la que se requiere un considerable grado de destrezas y conocimientos que exigen, además de experiencia, un largo período de formación antes y durante la misma. Es por lo que, parafraseando a Mayor Zaragoza, «no podemos construir una sociedad del aprendizaje, una nueva era de la educación, sin conceder a los docentes el reconocimiento que merecen».
A la profesión de docente, y a todas y todos los que la desempeñan, quiero rendirles un homenaje.
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