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Texas Bill y el cine Parke de Grado

15 de Julio del 2009 - Andrés Huerta Suárez (Gijón)

Dirigí la mirada, a través de los cristales de mi dormitorio, inconscientemente, hacia la lejanía. Mis ojos se detuvieron en la silueta recortada de El Pedrorio, alertados por el tenue resplandor de la rocas al incidir sobre ellas los dardos solares.

Allí estaba, allí se encontraba la formación calcárea que cierra el horizonte estoica y mayestática, como un colosal centinela encargado de la custodia del valle. Las colinas circundantes, vestidas de verde oscuro, aportan una nueva intensidad a la alfombra multicolor de las praderas aledañas. Todo el paisaje estaba saturado de rumor, color y luz, rubricando la nueva primavera.

El trino de los pájaros –residentes en los álamos y matorrales de las riberas del río Cubia–, el sol mañanero y un agradable perfume expandido por la brisa ayudaban a sacudirse las sábanas, a desperezarse, a comenzar el día con una sensación epidérmica de bienestar. Llegaba hasta mí el rumor del río en su labor de talla pétrea.

Era domingo. Tocaba cine. Se proyectaba «Tambores lejanos».

Nos reunimos los amigos de las Calles Nuevas y el Río Martín, partimos rumbo al cine, fuimos hablando de películas ya vistas, sacando conclusiones –siempre magnificadas– de las impresiones recibidas. De súbito, se nos cruzó un perro huyendo de la lata atada al rabo, que le perseguía con ruidosas insistencia pisándole los talones. Seguimos rumbo al cine Parke –sin prestar demasiada atención al perro y su tormento–, era necesario llegar con tiempo suficiente para coger un buen puesto a la cola de entrada, pues de ello dependía el lugar a ocupar en el cine. ¡Era una peli de Gary Cooper!

Después de disputar y ganar el puesto, en alguna de las ocasiones, subíamos, ¡votábamos, más que subíamos!, unos escalones de ancha huella y reducida contrahuella, desembocando en general, desde donde contemplábamos, expectantes, la blanca pantalla esperando que un mundo mágico emergiera ante nosotros. No tardó el milagro en hacerse realidad, ¡la tela cobró vida!

Durante un corto espacio de tiempo, el que duró la proyección de la película, vivimos otras épocas, hollamos otros lugares, participábamos de otras realidades. Nos evadíamos de la rutina, de la moralina impuesta y del color, olor y sabor a ceniza metálica de la época. Al descanso –era la mitad de la película– acudíamos a la cita obligada de la terraza del cine Parke; el lugar donde practicábamos, a nuestra manera, el parlamentarismo.

Imperaban en las deliberaciones criterios infantiles: qué actor sacaba más rápido el revólver, quién era más hábil en las peleas, cómo cabalgaba este o aquel, hasta el modo de llevar el sombrero o las cartucheras eran considerados en la elección del actor preferido y argumentos a utilizar en el debate.

En el transcurso del debate me distrajo un tordo que, nervioso, saltando de rama en rama, hacía ostentosa demostración de agilidad y equilibrio. Recogí unos cuantos pedazos de celuloide, fragmentos de escenas que el operador cortaba del rollo de la película, para verlas a través de un visor que yo poseía. Al rato, volvió mi mente a prestar atención al tema en liza.

En la discusión persistíamos en nuestros prejuicios. ¡Había que mantenerlos a sangre y fuego!, en ello se fundaba la defensa de la bondad de nuestro héroe. Nadie contemplaba la posibilidad de retirar los argumentos esgrimidos en la defensa de sus opiniones. Todo acababa como había empezado.

Tras lanzar al aire una larga, voluptuosa y espesa bocanada de humo, Lino –el del Charcón– nos dejó perplejos con la noticia: ¡Ha muerto Texas Bill! Nos miramos unos a otros, sin dar crédito a lo oído, con el semblante mudado por la sorpresa. No podíamos creer que tal desgracia pudiera suceder. No éramos capaces de asumir la desaparición de nuestros héroes del Fart West. Nos invadió una sensación de orfandad, dejándonos sin articular palabra alguna y sin respuesta ante un hecho tan inesperado. ¡De pronto, todo pareció detenerse! Era como si saliéramos del mundo y lo observáramos desde fuera. La impresión duró en nosotros unos instantes eternos.

Quedamos obligados a esperar la entrega del nuevo episodio –la ansiedad se instaló, con rauda prontitud, en nuestro ánimo–. Los días pasaban lentamente y la resolución del trágico testimonio aún tardaría en llegar.

Fue grande la alegría al confirmar que las aventuras de Texas Bill no eran interrumpidas, que seguía vivito y coleando y en disposición de seguir cabalgando por las tejanas praderas del Oeste americano, a lomos de «Dinamita», y en compañía de Kid Carson, el navajo Tiger Jack y su hijo Kid.

La carencia de otros estímulos culturales nos obligó a ser consumados lectores de historietas y ávidos cinéfilos. ¡Todo confluía, casualmente, en beneficio de la exuberante imaginación infantil!

El cine Parke fue, durante años, escuela de formación y relación de generaciones de moscones: sirvió de observatorio de otros lugares, de otras realidades, de otros tiempos, de otras culturas y, sobre todo, fue espacio de asueto y diversión.

Agradezco la existencia del cine Parke y agradezco la presencia de Texas Bill, Tony y Anita, «El Cachorro» y tantos y tantos cuentos (como decíamos entonces) que nos ayudaron a vivir en un mundo más feliz que el mundo real que nos tocó en suerte.

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