12 de octubre
Muy reciente aún nuestra Fiesta Nacional, como española curtida siento una extraña mezcla de frustración, vergüenza, pena y rabia al comprobar que, tras siglos de muy digna historia, mi nación está a medio hacer, si no en trance de deshacerse en tribus. Que es la única nación del mundo civilizado donde hay regiones que aún siguen viviendo constreñidas por una violencia condescendientemente durmiente o por un nacionalismo totalitario, en la que se restringe la enseñanza y se penaliza el uso de su mayoritaria lengua oficial. Una nación cuyos ciudadanos toleramos que nuestra bandera se humille y queme en público mientras que se airean, chulescos, pabellones trasnochados e inconstitucionales. Una nación que está a la cola en comprensión lingüística y matemática, que sale malparada una y otra vez en las evaluaciones de sus sistemas educativo, de ciencia y de tecnología, que está confusa y humillada por la subordinación de poderes, por un vergonzante y vergonzoso éxito de los objetivos del terrorismo, por la corrupción y la ineficiencia que contamina a su clase política, financiera y sindical, por su inseguridad jurídica, por su baja productividad, por el paro, la frustración juvenil y el desequilibrio migratorio. La primera en abortos y de las primeras en tráfico y consumo de drogas
Y aún peor, como contrapunto del latente, rancio y repelente cainismo guerracivilista, España es un país donde el único pacto de Estado entre casi todas las fuerzas políticas y sociales sólo parece posible en una sospechosa connivencia para no profundizar en los entresijos de una masacre terrorista que un 11 de marzo torció nuestra historia reciente.
Porque soy española y quiero a mi país sin patrioterías ni complejos, y porque no estoy ciega, tampoco quiero permanecer muda. Y menos en la amable euforia de un día de la Hispanidad en el que parece que algunos buenos españoles han comenzado a lavarnos las vergüenzas saliendo a la calle para reivindicar lo obvio.
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