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Miseria política

13 de Julio del 2009 - Constantino Díaz Fernández (Oviedo)

Me identifico dentro del numeroso grupo de españoles a los que la política les interesa lo justo, aunque sí les importa lo suficiente como para preocuparse de todo lo que de ella se deriva. Consecuentemente con ello, siendo plenamente consciente de la importancia de dicha actividad, que –como reguladora de todos los aspectos sociales– influye de forma directa y decisiva sobre nuestras vidas, espero y deseo que todos los que se dediquen a estos menesteres, es decir: nuestros legítimos representantes, aquellos que en cada momento hayan sido elegidos para regir los asuntos públicos, respondan a la confianza de la que se les ha hecho depositarios, utilicen el poder como un medio para servir a la sociedad a la que representan, gobiernen para todos y ejerzan sus funciones con diligencia, competencia, honestidad y respeto. La realidad, sin embargo, no puede ser ni más contradictoria ni más decepcionante.

Es triste y penoso contemplar, desde una posición neutra y un plano de mínima objetividad, el espectáculo que nos están ofreciendo nuestros políticos. Salvando las excepciones, pocas, de toda regla –que las hay–, la imagen que transmiten a los ciudadanos no puede ser más denigrante. En un momento histórico especialmente delicado, en el que problemas de toda índole sacuden los cimientos de nuestra sociedad y en el que sería necesario aunar esfuerzos para conseguir la máxima sinergia que nos impulse a salir lo mejor y más rápidamente de esta situación, la respuesta de nuestros dirigentes va precisamente en el sentido contrario. La defensa de sus posiciones con denuestos en lugar de razones y argumentos, al estilo del más puro fundamentalismo; el discurso vacuo, cuando no diatriba con tintes de perorata, en el que en lugar de exponer ideas claras, proponer soluciones concretas y transmitir mensajes de optimismo, se queda sólo en vaguedades y/o descalificaciones al oponente político, dedicándole todo tipo de oprobios como si se tratara del más encarnizado enemigo; la ceguera que imprime el más rancio tribalismo político, máxime en los que ostentan posiciones de poder, olvidándose de que gobiernan para todos; el desmesurado afán por mantenerse en la poltrona, a cualquier precio, haciendo de la representación una profesión; así como un sinfín de desmadres y despropósitos más sólo puede contribuir a exacerbar el ánimo del ciudadano convencional, provocando, además de confusión y perplejidad, hastío. Por supuesto, cuando hablo de ciudadanos convencionales, me refiero a todas aquellas personas de libre criterio, sin condicionamientos ni prejuicios de ninguna clase, que no forman parte de ese acomodadizo conjunto de correligionarios que rodean a todos los grupos políticos y que aplauden con vehemencia y fervor cualquier impertinencia o exabrupto que impúdicamente se le ocurra a cualquiera de sus líderes, sin ningún tipo de reflexión ni reserva, emulando, en símil futbolístico, a los más recalcitrantes hooligans ingleses.

La reciente airada, sucia, tosca y delirante campaña desarrollada en las últimas elecciones europeas, irracional e incompatible con una democracia adulta y madura, que, sin aportar un ápice de interés para la sufrida audiencia, sólo ha servido para agredir la inteligencia de los españoles –a los que parece considerarse poco menos que oligofrénicos en grado de idiocia, o borregos amaestrados, según el punto de vista– es una prueba bastante concluyente de lo anteriormente manifestado. Claro que, con el generoso pesebre que el Parlamento ofrece a los eurodiputados con la entrada en vigor del nuevo Estatuto, garantizando percepciones mensuales superiores a los 13.000 euros (y eso porque estamos en crisis), además de otras muchas prebendas, en clamoroso y flagrante agravio comparativo con cualquier profesional cualificado trabajando por cuenta ajena, no es difícil entender las bofetadas, empujones y maniobras de todo tipo que se produjeron para entrar en las listas y los disparatados mítines ofrecidos para captar el mayor número posible de votos. «Todo por la Patria» y «Todo por la Pasta», aunque me temo que hay bastante más de lo segundo que de lo primero.

Si a todo lo anterior añadimos el continuo goteo de escándalos protagonizados por los que, por su condición de servidores públicos, deberían ser ejemplo de rigor y honestidad, tendremos configurado un panorama político nacional realmente desolador. La picaresca, el nepotismo y la corrupción, que tanto se están asociando a la clase política, no son precisamente virtudes y, por frecuentes, constituyen un motivo más de preocupación. La excesiva tendencia de utilizar la cosa pública como si se tratase de un bien privado, sin el mínimo recato, de lo que tan frecuentemente hacen gala de los que tienen responsabilidades de gobierno, sólo hace añadir más leña al fuego. A la vista de lo que aflora en superficie, que no es poco, y por aplicación de elementales reglas de lógica, asusta pensar en lo que pueda haber en los entresijos.

En una manifiesta crisis política en la que predomina la mediocridad, en la que se ha perdido el fondo y la forma, donde el Estado está hurtando el protagonismo a la sociedad, en la que el partido gobernante está actuando a golpe de ocurrencias, con más nubes que claros, con actuaciones arbitrarias y partidistas que ni solucionan ni convencen, y una oposición que, ni de lejos, acaba de ilusionar, no es extraño que, a la hora de ejercitar el derecho al voto, el ciudadano se encuentre con la difícil tesitura de a quién votar, resolviendo esta dicotomía con la abstención. Sólo desde una visión deformada de las cosas, con una amalgama de prepotencia e incompetencia, con escasa o nula capacidad autocrítica, se puede tergiversar esta realidad, y, negado el mal, no considerar necesario aplicar ningún remedio. Triste situación, desde luego; pero, mientras se mantenga, y desde la incapacidad para provocar su inmediata reversión, sólo queda aplicar el antiquísimo remedio del ajo, el agua y la resina; sobre todo, mucha resina. La esperanza está en el viejo aforismo de que no hay mal que cien años dure. Que así se cumpla, aunque deseando, en este caso, que sea más breve.

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