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Más días que longanizas

28 de Octubre del 2013 - Luis Legaspi (Oviedo)

Las jornadas o días dedicados a llamar nuestra atención hacia problemas diversos proliferan hoy como nunca.

Por cierto, el cuasi bicentenario Domund ha sido pionero y ejemplar. Otras llamadas, gracias a Dios, han seguido su huella; «chupando rueda», que diría el otro. Apenas hay día que no sea día de algo. Vivimos en una cultura mediática que nos descubre que somos aldeanos globales. De lo que pasa en el villorrio no podemos pasar.

Claro que hay que discernir, priorizar e, incluso, mirar a otro lado. No nos vamos a inventar el día del perejil sintético o de los saltimbanquis sin horizontes.

Ya hay el día del percebe, del mejillón con vinagre y del rabo a la brasa. Cualquier desaprensivo, con fervor inusitado, organiza un safari vacacional por tierras extrañas, convoca a una manifestación o, incluso, a huelga general. Siempre hay ocurrencias. ¡Ojo, al cristo! Nada de manipulaciones.

Nació la organización que hoy sustenta al comenzar el siglo decimonono por iniciativa de cristianos de la Francia laica y católica, con un ideario de universalidad, con un exquisito respeto a las culturas y a las gentes.

En 1922 el papa Pío XI la estableció como oficial de la Iglesia, con una voluntad de coordinar, sin unificar ni, menos, uniformar, la dispersión de grupos y acciones con finalidades similares. No se trata de padrinos que subvencionan proyectos, reparten recetas y sacan cuartos para sus pobres. El Domund es una organización singular, es escuela de universalidad con economía de fondo común y trasparente. Sin ahogar iniciativas o devociones individuales o de grupo, se atiende a lo básico de todos y se procura un armónico progreso o desarrollo. El misionero no reparte, convive; no enseña, dialoga. El criterio es que «la caridad bien ordenada comienza por la mayor necesidad». Yo he visto cómo pequeñas y pobres, muy pobres, comunidades de África, la India o de los Andes depositaban su rupias, makutas o quetzales mugrientos el la hucha del Domund. Luego el ciento por uno se quedaba muy corto y, además, envuelto en fraternal alegría. Toneladas de alegría yo he recogido en el «tercer mundo».

En España las diócesis de Santander y Zamora fueron las primeras en celebrar esta elegante solidaridad en 1926. Oviedo ha sido la última en incorporarse. En 1931, «después de deliberar, debido a las tristes circunstancias de nuestra patria», hubo conferencias y sermones en la Catedral y algunas parroquias y la colecta superó las dos mil pesetas.

El voluntariado misionero católico se acerca a los trescientos mil, mujeres y hombres, religiosos y seglares que dedican su vida a la atención integral de cualquier problema humano, con especial predilección por los pobres. Sus obras sociales, no para ellos, sino con ellos, no caben en ninguna fría estadística de números.

El sociólogo René Dumont afirma: «Los misioneros son la mano de obra más larga, más eficaz y más barata, y administra con austeridad e inteligencia los recursos que reciben».

Pero no olvido las longanizas colgadas en la viga maestra del lar. Debo confesar y confieso que el título era sólo un truco para que el lector, nunca ingenuo, pero siempre amable, llegase hasta aquí. Perdón y buen apetito en el Domingo Mundial.

He pasado cincuenta años en el gozo de esta escuela de vida en mi servicio ministerial como «el cura del Domund». Una gozada.

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