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El otoño, nostalgia o felicidad

14 de Noviembre del 2013 - José Antonio Flórez Lozano

En este soleado día de otoño, recorriendo una senda flanqueada por abedules y caminando sobre el follaje, viendo los arces vestidos de rojo sobre el fondo de una cascada, cayendo sus hojas, me sorprendió una idea de tristeza y melancolía. Tal vez ahora los ojos se alimentan de melancolía. Y, sin duda, pensé, es el otoño que impregna de tristeza toda la naturaleza y el propio ser. De repente, un remolino de hojas otoñales me anuncia inequívocamente la llegada del otoño, mientras tomo pacientemente un café. El aire fresco me recuerda tiempos pasados. El otoño ceniciento nos sume en la nostalgia llena de melancolía. El otoño se deja ver y compruebo con admiración cómo las ramas del plumbago se inclinan ante el fresco y húmedo viento. La experiencia de contemplar la paleta otoñal es una sensación indescriptible, tal vez cargada de sensación de bienestar y/o felicidad. Los colores amarillos y dorados de abedules, hayas y álamos, los rojos y ocres de los arces entretejiéndose dibujan un óleo extraordinario, de pintor anónimo, sin duda sobrenatural. Y, tal vez así, ponemos lumbre en nuestra esperanza. Ni una hoja se estremece con el viento, todo duerme en la calma de la tarde silente y en el alma se siente. La caída de las hojas es uno de los signos inequívocos de la otoñada y un hito crucial en la fisiología de los árboles caducifolios (hayedos, robledales y abedulares). No en vano los hayedos son los bosques caducifolios con mayor gama cromática cuando se les cae la hoja, podemos ver colores desde el amarillo al rojo, pasando por los ocres. Y, sencillamente, contemplar este fenómeno de la naturaleza es como visitar un museo impresionista. El senderista, al mismo tiempo, puede recibir la sensación de la fina lluvia; un gozo para todos los sentidos. Es precisamente en el otoño cuando eres consciente de estar en una inmensa obra de arte, especialmente cuando contemplas tranquilamente el paisaje y escrutas toda la vegetación con su inmensa gama de colores, que se vuelve inabarcable. Innumerables tonos marrones y verdes integran la armonía del paisaje que se contempla en el paseo reflexivo y contemplativo.

Subtítulo: Una estación dada a la melancolía

Destacado: Parece que los árboles se mueren y se quedan literalmente desnudos, tal y como ocurre al ser humano; y esa sensación de límite y de caducidad se contagia en el psiquismo humano, porque al fin y al cabo pertenecemos también a esa sinfonía de la naturaleza

Destacado: La Organización Mundial de la Salud (OMS) prevé que en el año 2020 la depresión sea la segunda causa de incapacidad en el mundo, tras la patología cardiovascular

En estos días de otoño, frescos y soleados, sueño con ponerme a caminar sin rumbo, salirme del sendero y adentrarme en la frondosidad del bosque sintiendo las hojas secas al caminar, dando nombre a los pájaros y escuchando atentamente la singular sinfonía del bosque, interpretando su lenguaje de paz y felicidad. Entre las ramas de los árboles, sobre la colina, puedo ver una casa con las ventanas y el humo saliendo de la chimenea. Es como la casa de mis abuelos; me imagino todos frente al fuego llenos de satisfacción, amor, ilusión y felicidad. El otoño es estación de nostalgias, de imágenes infantiles que nos proporcionan también mucha felicidad. Las hojas caídas acallan el paso de quien atraviesa los caminos del bosque y escuchando ese aire que pasa entre las ramas parece que gime, canta y susurra; un lenguaje invisible que duerme en los vientres huecos de algunos troncos deshabitados. Y, a pesar de que nos subyuga por su belleza, la mente se impregna también inexorablemente de tristeza, recuerdos y melancolía. Parece que los árboles se mueren y se quedan literalmente desnudos, tal y como ocurre al ser humano. Y esa sensación de límite y de caducidad se contagia en el psiquismo humano, porque al fin y al cabo pertenecemos también a esa sinfonía de la naturaleza. Y, ciertamente, en ese dorado atardecer parece que nos invade progresivamente más tristeza y soledad.

Ahora comprendo por qué el otoño es época de arrebatadas melancolías. Y, en consonancia con la desangelada y umbría paz del bosque, se humedecen los ojos que empiezan a expresar en sintonía con la naturaleza (de la que formamos parte) la tristeza del organismo. En fin, hemos entrado en el gran reino del otoño. El otoño es un bosque de preguntas desatadas por esos paisajes y esa música sorda que bate los días y, precisamente, en esa bruma se despierta la fragilidad humana y, tal vez, el absurdo de la existencia. El hombre se enfrenta con su cruda realidad que advierte en el caer de las hojas, en los árboles desnudos y en el crepúsculo del sol otoñal. El otoño es la mejor metáfora de su propio declive y debilidad. Porque el otoño se presenta como un cansancio luminoso, como desierto de huellas, como estación sin tiempo, como fulgor que despide la luz al apagarse. Los seres vivos contienen sus alegorías y presenciamos su mutismo lejos de la algarabía de la primavera o el verano. Quizá, por eso seamos más vulnerables y el fantasma de la limitación del tiempo y de la muerte desencadene una cascada de sintomatología depresiva. Tal vez por eso la gente dice que el otoño es época de «depre», que las «depresiones son para el otoño». Las noches se hacen largas y los días grises. Surge paulatinamente esta melancolía otoñal e invernal que produce un desequilibrio en los estados de ánimo. Brota el hastío, la monotonía del reloj, la distancia, la extrañeza, la desconfianza y la fuga.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) prevé que en el año 2020 la depresión sea la segunda causa de incapacidad en el mundo, tras la patología cardiovascular. La depresión es la principal causa de sufrimiento emocional en el envejecimiento y reduce de forma significativa la calidad de vida de las personas mayores. Además, en el año 2001 la OMS identificó la depresión como una causa directa muy importante de discapacidad, e hizo hincapié en la importancia de la efectividad del manejo y tratamiento de ésta. Cerca de cinco millones de personas en este país sufren de depresión, que es mucho más que la gripe aviar. Además, las depresiones son la causa del 80 por ciento de los suicidios, y en España la tasa de suicidios ronda la cifra de cinco mil al año. Sin duda, la disminución de la luz solar en la estación otoñal produce cambios drásticos en nuestro reloj biológico, alterando el patrón de respuesta fisiológica (comer, dormir, temperatura corporal, presión arterial, etcétera) ante los cambios de luminosidad. Por eso, aumenta la producción de melatonina, al tiempo que disminuye los niveles de serotonina y, en consecuencia, se modifican los estados de ánimo, produciendo en personas especialmente vulnerables las temibles depresiones y la ideación suicida. Estas conductas autodestructivas se han convertido en un grave problema en los países occidentales, tal y como se refleja en las más de 100.000 muertes que se producen en Europa al año. El cambio de estación es causante de esta tristeza propia del otoño que es conocida como depresión otoñal o «síndrome afectivo estacional». Algunas personas advierten que con la llegada del otoño su estado de ánimo decae a tal punto que se produce un «bajón» en la iniciativa y la energía vital. Hasta un 5 o un 10 por ciento de las personas adultas sentirán en los meses de otoño e invierno cansancio, letargia, desesperanza, aislamiento social, desánimo, frustración y disminución de la actividad. La reducción de horas de luz y la llegada del frío se encuentran entre los factores desencadenantes de este trastorno psicológico. La nostalgia invade los pensamientos y pronto también lo harán la angustia y la pena. Posteriormente, la persona se queja de desmotivación, sensación profunda de tristeza, reducción del tono vital, limitación de la energía física y psíquica (anergias), graves problemas de concentración, alteraciones del sueño, sentimientos de culpa y de incapacidad, ideas de muerte, quejas somáticas, irritabilidad, problemas alimenticios y disminución de la libido o del apetito sexual. Generalmente estos episodios depresivos comienzan hacia finales del otoño y primeros meses del invierno y desaparecen durante los meses de verano. Se trata, por lo tanto, de una depresión endógena que no tiene un motivo desencadenante en los factores genéticos del paciente. La causa se encuentra en nosotros mismos. La luz entra en los ojos no sólo para estimular la visión, sino para estimular nuestro reloj biológico en el hipotálamo, un centro que controla el sistema nervioso autónomo y que interviene en la mayoría de las funciones reguladores de nuestro organismo y en el control emocional. La persona predispuesta a este tipo de desorden tiene que conseguir que su hogar sea más luminoso, abriendo las cortinas, podando los arbustos o árboles que den sombra a las ventanas, cambiando las bombillas por otras de más intensidad y pintando las paredes de colores más claros. Pintar, dibujar, escribir sobre las experiencias de verano o refugiarse mentalmente en escenas de luz, colorido y alegría también contribuyen a hacerle más feliz. Vestirse con colores más vivos y realizar ejercicio más sistemáticamente también contribuyen a disuadir este síndrome depresivo. Pero después del túnel en el que muchas personas se encuentran atrapadas viene la luz, la esperanza y la felicidad. La nostalgia también puede ser un trampolín que nos impulsa hacia la felicidad. Ello es posible y en esos recuerdos otoñales también se encuentran eficaces fármacos antidepresivos.

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