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La culpa, de los funcionarios

12 de Noviembre del 2013 - José Luis Peira (Ques (Piloña))

Deseo con esta carta dar respuesta a las reflexiones que el señor Antoni Pomar arroja el sábado 9 en esta misma sección.

Cada vez son más los ciudadanos que compran el discurso de "sobran funcionarios". Yo estoy seguro de que, en realidad, usted no sabe si sobran o no o cuántos serían en tal caso los excedentes. Tampoco ayuda que quienes más lo vocean lo hagan sin el menor respaldo técnico, con un informe bajo el brazo que justifique por aproximación un solo despido. Incluso algún borrachuzo anda de cadena en cadena panfleteando lo mismo para poder pagarse las copas, pero de aportar documentación, nada.

Si es a esas inoculaciones a las que nos debemos atener, mal panorama se nos presenta como sociedad; nos han convertido en una masa acrítica, unos adolescentes ignorantes en manos del primer charlatán que pase. Y somos fáciles a repetir el discurso oído en tabernas y tribunas.

Soy empleado público desde hace más de veinte años, y nadie como yo desea desde hace lustros una profunda y valiente reforma de la administración; quizás al final de esa reforma se podría ver cuántos y quiénes sobran, y anticipo que serían muchos menos de las asombrosas cifras que por ahí se escuchan.

Tradicionalmente, y por regla general, a igualdad de méritos se ha ganado mucho más en la privada que en la pública, cansa repetirlo, quienes optaron por el servicio público asumían esa desigualdad a cambio de otra ventaja, que era la estabilidad. Ahora que pasaron las vacas gordas muchos miran con recelo a quienes nunca tuvieron un gran poder adquisitivo -insisto, a iguales méritos-, pero transitaban por el mundo mucho más tranquilos con el futuro. Ahora que el desmoronamiento económico hace pasar a los mileuristas como afortunados, resulta sencillo, y es tentador, en un país en donde la envidia es marca registrada que los ciegos se quejen de la suerte del tuerto. Sin embargo, se olvida lo más importante, que la crisis es una estafa y que no la causaron los funcionarios, ni la sostienen con su seguridad laboral, o su legendaria haraganería o sus días de asuntos propios.

La crisis ha necesitado de la interacción de todos los defectos presentes en la sociedad (también los suyos, señor Pomar) para agigantarse, pero convengamos en que la sangría de la corrupción, la codicia de la banca, la evasión fiscal, la burbuja inmobiliaria y la incapacidad política deben considerarse los pilares fundamentales del derrumbe. Más caga el buey que cien palominos, y tratar de culpabilizar a los empleados públicos es lo mismo que hacerlo con los mayordomos o los conductores de furgoneta.

Finalmente, para que lo rumie, le dejo este interesante dato: la filosofía de fondo de la estabilidad laboral de los funcionarios se sustancia en mantener, aun a pesar de los avatares políticos, a un cuerpo que maneje y custodie el funcionamiento entero del Estado para evitar la tentación siempre presente de que al mandatario de turno le dé por operar a su antojo. Antes existían las cesantías, y a cada cambio en las Cortes se cesaba a un millón de funcionarios y se colocaba a otro millón, claro que esto era un sin Dios, mucho peor que ahora. El papelón de los consejos judiciales, las televisiones públicas o las cajas de ahorros son un estremecedor ejemplo de lo que pasa cuando al timón se colocan directivos según peso parlamentario o sindical. Cuando los que están saben que son aves de paso y nada temen de su porvenir.

Le ruego encarecidamente que busque otros responsables del desequilibrio. Los causantes del pelotazo inmobiliario no son los albañiles que ganaban tres mil euros al mes por apilar ladrillos; no estaría bien que ahora les señaláramos como culpables. Piense en ello.

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