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«Self service»: la cajera ya no coge bajas

20 de Noviembre del 2013 - Agustín Acebes Fuertes (Gijón)

Mañana de sábado de compras y también de aprendizaje. Nuevas estrategias comerciales abocadas a la restricción de personal y a la mejoría en la rentabilidad empresarial. En tiempo de escasez y de penuria surgen cambios en las fórmulas clásicas. Nuevos ingenios que prescinden del coste laboral en personas. Sencillamente, eliminándolas. Y no pude evitar un cierto sentimiento de culpabilidad compartida. Les cuento:

Primera estación. Macrocentro de artículos deportivos muy en boga por el auge del «running», el «ciclying» y similares. Atiborrado. Línea de cajas masificada. También aquí la sonrisa juvenil de la cajera ha mudado en un chirimbolo tecnológico vertical. Y a su lado, «una tutora de autopago». Así las denominan. No me ha gustado nada el cambio. Voy pasando por el artilugio los códigos de barras, pitido tras pitido, hasta el final. Muy sencillo. El epílogo, como siempre, tarjeta de plástico, ranura y «pin». Pero la máquina no me despidió ni me dio las gracias.

Breve trayecto en coche y segunda parada, muy cercana. Aunque quemar calorías sea la moda, primero hay que ingerirlas. Pura fisiología. Toca reponer, pues, la despensa. Moneda que desincrusta el carro y pasillo va y pasillo viene. Mira, escoge y mete, las tres secuencias cardinales del autoservicio. Al final, otra innovación: cola disciplinada que reparte al personal en los puntos de pago. El «hágalo usted solito» también ha llegado aquí, alternando con personal recaudador de estilo clásico. A mí me tocó «selfservice», con escaneo como opción. Al final, otra vez la triple rutina del plástico, ranura y «pin».

De retorno al dulce hogar, con la cabeza ocupada en lo observado, me sorprende el destello de una lucecita rojo carmesí. Allí, justo enfrente de mí. Pensé rápido un recorrido para la urgente reposición. Y aterrizo en otro santuario de la ultratecnología aséptica y despoblada. Nadie merodea por el lugar. Surtidor y servidor frente a frente, como duelo en el «Far West», sin testigos. Botones con cifras, tecleo un prepago y brota verdoso el chorro por la manguera, hasta el goteo final, que apuro sin miramientos. Como habrán intuido, aquí el plástico y el «pin» fueron previos. Transacción preventiva, creo que la llaman.

Tres experiencias de compra y un denominador común. El factor humano apartado del servicio, alejado del cliente, en una deshumanización comercialmente potenciada y por todos asumida. Integrada ya en nuestras rutinas.

Posteriormente, asistí a otra exhibición supertecnológica de suministro comercial. Ahora en una farmacia. Tras reconocer mi receta en una pantalla, un ruido extraño se precipitó sobre mi cabeza, y mi envase de comprimidos recorrió raudo un tobogán hasta colocarse enfrente de mis narices. Tal estruendo me asustó. El dependiente sonrió: «Son los nuevos tiempos. Esto hay que ir modernizándolo». Recuperado del susto, asentí: «Claro, claro... lo mismo me dijeron la primera vez que me remitieron a un cajero automático a retirar mi dinero. A este paso, saldrán también los medicamentos por las paredes, ya verá». Me dio la impresión de que la sonrisa del mancebo se había helado. Mientras salía, no pude dejar de pensar con nostalgia en las reboticas, lugares para el encuentro y la tertulia, llenas a rebosar de calor humano. Enterradas ahora por estos dispositivos de teletransporte farmacéutico, de un color blanco intenso, fotofóbico.

Claroscuros de la vida, como en todo. Mejoría de los márgenes comerciales de empresarios, sin duda, con ahorro en salarios y en primas, a expensas de clientes medio robotizados, en una sociedad mercantil en la que ya escasean las personas. Una deshumanización que a mí me apena.

Aunque no falta quien argumenta: «Esto es fantástico, chico, por fin hemos conseguido que la cajera no pueda coger la baja». Y claro que tienen razón.

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