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Simpatía por el débil (nacido)

12 de Noviembre del 2013 - Julio L. Bueno de las Heras (Oviedo)

Lucía Etxebarria destila buena fe y empatía por los humanos y las humanas, los niños y las niñas, y por sus padres y por sus madres. Se percibe, particularmente en su sección «Simpatía por el débil», en el «Magazine» que acompañaba a LA NUEVA ESPAÑA el pasado 10 de noviembre, donde evocaba los casos Bretón y Porto trayendo a colación a la perversa mamá comevísceras de Blancanieves y otros traumas de infancias atormentadas.

No voy a ser yo quien me ponga exquisito pretendiendo adiestrar al personal en un amor al prójimo del que me temo que tampoco ando muy bien servido, ni repetirme más de la cuenta en temas ya muy sobados.

Pero, en aras de la ecuanimidad, ya que no de la justicia, y menos del amor, la caridad, la solidaridad o como llamemos ahora a la cosa esa del corazón, una vez liberados del yugo del oscuro pensamiento judeo-cristiano que tanto parece constreñir a la señora Etxebarria, permítaseme decir que su alegato queda cojo. Y es que resulta un poco forzado dejarse tan notorias lagunas en el sentimiento haciendo que, al trazar la gráfica que representa el amor por los semejantes y el horror ante el maltrato infantil, se sea tan liberal a la hora de fijar en el eje de abscisas el tiempo cero para la primera lágrima. Cosa del yugo va a ser. Antes de ese convenido momento cero, el miedo a no ver la luz, el sufrimiento y la anulación de infrahumanos no existe o no merece atención ni referencia alguna. Al menos no tanta como cualquier malograda cría de una especie exótica en riesgo de extinción, sea lince, osopeloso o urogallo cantoso.

Eso sí, después de obrarse el milagro del nacimiento, que no el de la vida –y ya emancipados del dichoso yugo–, todo espanto y toda conmiseración nos parecen pocos ante el miedo a la Navidad, los abusos sexuales, la violencia psicológica, los castigos físicos o la muerte violenta perpetrada contra nuestros indefensos cachorrillos.

Sin dejar de ser un trauma para la pobre madre, creo que en todo aborto –es decir, en toda interrupción libre y voluntaria de lo embarazoso– hay otra vida que sale malparada y sobre la que siempre estamos dispuestos a rebajar nuestro acomodaticio nivel de escrúpulo sentimental, ético, humanitario y buenista.

¿O me equivoco, queridos hipócritas?

Otro día, Lucía, acuérdese también de ellos, de los nonatos, para que los lectores tengamos todos los datos, no sólo los de las doctrinas oficiales.

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