El galipote

28 de Noviembre del 2013 - Enrique Álvarez-Santullano Fontaneda (Oviedo)

En noviembre de 2002 supe que nuestros primos hermanos lo llamaban chapapote. Lo esquivábamos de niños cuando corríamos por la playa porque se pegaba a la planta de los pies y era muy difícil de quitar y muy asqueroso. Y por supuesto nos reíamos y regocijábamos cuando otros lo pisaban. Galipote era mi palabra favorita en aquellos veranos de la primera infancia, junto con gorgorito, que era como llamábamos a aquellas burbujas de arena donde te hundías hasta la rodilla. Las dos palabras suenan simpáticas, saltarinas y juguetonas a oídos de un niño, del mismo modo que debiera pasar también con chapapote, aunque me temo que esto ya nunca será así. Durante los seis días que duró la crisis del «Prestige» todos echamos en falta un superhéroe, pero ninguno de los que salían en la TV diciendo que no había ningún riesgo tenía pinta de serlo. Yo descubrí que los ministros, como los reyes, también cazan, y que cuando la situación es realmente comprometida actúan como cobardes y, bajo esa presión, e independientemente de la gravedad del asunto, son capaces de pronunciar las más hilarantes frases con tal de esconder la verdad. O sea, de mentir, una suerte de arte en el que no han encontrado aún rival. También me fue revelado otro significado de la palabra globalización, en forma de un viejo barco fabricado en Japón, de nacionalidad liberiana pero con bandera de las Bahamas, que zarpando de Letonia y con tripulación griega fue a romperse justo frente a la Costa da Morte, y para encima cargado hasta arriba con fuel del malo. ¿Será por esto que en los mapas no se dibujan las fronteras del mar? También supe durante aquel mes que aquel anciano pescador no me engañó cuando me dijo, siendo yo un niño, que el mar nunca se queda nada, y que todo lo que no quiere lo devuelve, y comprobé, primero en la tele, y luego pisándolo en la arena de la playa de Salinas, que aquellos pequeños hilillos solidificados como plastilina que según Mariano Rajoy salían del barco, eran en realidad apestosas y pringosas manchas de galipote que tiñeron la costa de luto y destrozaron el corazón de los paisanos de estas tierras. Meses después descubrí que se podía morir de pena y de tristeza cuando conocí la historia de Manfred Gnädinger, aquel escultor alemán de Camelle que no pudo superar la tragedia. Fue en el primero que pensé al enterarme de la sentencia estos días. Como para la justicia nadie fue responsable, y todo fue cosa del azar, quizá debiéramos cuidarnos un poco de la reacción de Poseidón. A veces se enfada y lo demuestra y no creo que a él le haya gustado nada el dictamen del juicio. Cuando años después visité Fisterra supe que el voluntarioso trabajo de aquellos montones de gente vestida con impermeables blancos que se afanaba en limpiar las playas en aquel decorado de mala película de ciencia ficción americana no había sido en balde. Gratitud, ánimo, y un abrazo a todos ellos en estos injustos días.

Enrique Álvarez-Santullano Fontaneda, Oviedo

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