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Democracia y cristianismo

14 de Enero del 2014 - Vital de Andrés Díaz (Gijón)

Un cristiano tiene que saber distinguir los diferentes planos en que se mueve. El plano de la fe condiciona toda su existencia individual, de forma que cualquier actuación moral, social, política, económica ya está necesariamente impregnada de una afectividad y efectividad evangélica. Pero un cristiano sabe que el mythos (la fe) que engloba su existencia no es el mythos de todos los que viven en su sociedad, en su país. El cristiano ha de coexistir con todo tipo de gente, cada uno de sus ideas o falta de ideas; con sus mythos o carencia de ellos; con su moralidad, amoralidad o inmoralidad. Con su animosidad o simpatía hacia su fe cristiana; o, en algunos casos, manifiesta hostilidad y beligerancia. El mundo es lo que es y la profesión de fe cristiana no se impone o se fuerza a nadie, es un acto libre y voluntario de las personas que se ven movidas a ella.

Por esto, el cristiano ha de saber diferenciar su plano de la fe de otro plano de su existencia social, civil, político. Si bien el plano de la fe impregna todo su existir como persona moral, sin embargo es en sus iglesias donde puede compartir su fe con la mayor libertad y mayor reconocimiento. La fe se desarrolla y se refuerza en la comunidad de los creyentes. La fe cristiana como comunidad se distingue de otras asociaciones, comunidades, organizaciones, partidos, religiones, y sabe coexistir dentro de una sociedad civil en un plano de igualdad ante la ley. Las iglesias cristianas jamás deberían aspirar a tener mayores o menores privilegios dentro de la sociedad. Su actuación evangélica no se mide por su mayor o menor poder político o económico, o por gozar de mayor o mejor protección o tutelaje por parte de Estado. El cristiano quiere más privilegios que aquellos que le corresponden como a cualquier ciudadano. Y mucho menos el cristiano aspira a que la enseñanza de doctrina o de estudios bíblicos o teológicos debe ser una labor propia de las iglesias; eso sí, siempre como una oferta abierta a toda la sociedad, a todos aquellos que deseen participar de ella.

Debido a ello, en el plano civil y como ciudadanos con plenos derechos nuestra actuación debería ser impecable en cuanto a respeto por la ley y la dignidad humana. Si nuestra actuación ha de moverse en el plano político, pues hemos de dar ejemplo de honestidad, de transparencia en cuanto a cuáles son nuestros innegociables principios éticos; en el trabajo hemos de ser ejemplo en seriedad y responsabilidad, etcétera. Nuestra vocación cristiana abarca todos los aspectos de nuestra vida, sabiendo que la sociedad ha de ser plural por necesidad y que esa pluralidad democrática es requisito esencial para cualquier tipo de libre elección tanto en lo político como en lo espiritual.

La fe cristiana es el mythos que ilumina nuestra vida; pero jamás ese mythos ha de convertirse en un logo político cuya realización ha de medirse en términos de poder, de apropiación de toda realidad en función de una utopía o proyecto realizable en la Historia. Cuando el mythos de la fe trata de ser logos/razón histórica totalizante, el plano de la fe comienza a servir de conveniencia política. De la misma manera que cuando el mythos de la fe cristiana trata de hacer ciencia lo que acaba logrando es una mala teología y una mala ciencia; asimismo, cuando el mythos de la fe se hace razón política, pasa a ser mala fe y peor política. El Estado democrático jamás ha de estar al servicio de ninguna fe, confesión, cientificismo o ideología. El Estado democrático ha de sustentar y defender el plano de una sociedad civil consensuada y sustentada en una ley común a todos los ciudadanos.

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