Elogio de un cincuentón
La foto de mamá con falda escocesa, cisne amarillo, botas altas, melena ye-ye, apoyada en el muro con la rodilla levantada y un cigarrillo entre los dedos estuvo muchos años en el aparador de la entrada. ¡Qué guapa y moderna!, pensaba –al entrar con mi pichi azul marino a la vuelta del cole– mientras la arrinconaba y alguna vez tiraba al suelo, con mi cartera. Ella tan libre y yo tan fea. Me veía tan sosa como todas mis primas, vecinas, mi amiga del alma: Todas de aburridos gris, azul marino o marrón oscuro; todas con el uniforme, tan serio y formal de colegio de monjas. Ahora me doy cuenta de por qué elegí para mi primera guitarra la funda de cuadros escoceses –Royal Stewart– rojos y verdes. Era mi grito de libertad. Como todas, quería salir de la uniformidad, del anonimato y al mismo tiempo, sin reconocerlo y sin que se notara, parecerme a mi madre. Tal vez por eso, cuando el cole de mis hijos puso ese mismo tartán rojo de mi guitarra en una falda tableada con chaqueta verde, la idea me entusiasmó. Aunque mi suegra –al ver a los peques y sus hermanas mayores vestidos iguales– dijo que parecían un regalo de Navidad más que escolares, dio en el clavo sin querer. Mis hijas nunca llegaron a casa corriendo a cambiarse. Los viernes volvían a la calle con el modelo «V» variación festiva sobre falda escocesa: tacones, jersey largo, katiuskas o gorro ... No quitaban, añadían.
Hace días, recibí un tarjetón recordatorio del 50.º Aniversario de Fomento de Centros de Enseñanza ¿Tantos? Sí. Y tan cortos como la falda de mi madre. Tan vivos como los lazos escoceses del árbol de Navidad al son de la guitarra. Tan divertidos como aquella maxifalda volantes (las tres faldas de mis hijas superpuestas) con la que triunfé una gamberra Nochevieja. Tan insólitos como aquel Año Nuevo que nos quedamos aislados por la nevada, toda la familia reunida.
¿Será la fuerza del tartán, ancestral imagen corporativa de los clanes familiares escoceses, lo que te atrapa y hace tan entrañables los años en estos colegios? O ¿será el tráfico de uniformes? Antes, de hermanas a primas, ahora de madres a madres con «el uniforme solidario»? No lo sé. Siempre estuvo bien amortizado, incluso customizado con resultados muy creativos. Siempre nos ha reunido. Recuerdo, por ejemplo, un taller de madres en el que tapizamos butacas, hicimos paspartous para las fotos de los niños y otras locuras con los tartanes rojos. Estábamos tan orgullosas de los uniformes. ¿Sólo de los uniformes? Encerraban tanta camaradería, tanta juventud, tanta aventura, tanto riesgo asumido en equipo. Significaba para las madres del colegio la fuerza de no estar solo; la fuerza del tartán: tantos corazones de colores distintos pero entrelazados en el mismo tejido multicolor. Para mis hijas, los cuadros rojos y verdes son, hoy como ayer, un grito de libertad: en el colegio soy una más, pero soy yo, única e irrepetible, porque mi uniforme no me aplasta. Me deja autoexpresarme. La imagen corporativa es el fondo sobre el que destaca mi perfil personal. Es el packaging de la educación personalizada que mi madre adolescente soñaba. Hoy es realidad. Y ¿sabes una cosa? Seguimos tan modernas como la abuela, y por si fuera poco, a los 50 –con nuestro escocés rojo y verde– somos tendencia para este otoño invierno. Como te lo digo.
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