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Unamuno: la casa/cárcel de las Úrsulas

2 de Diciembre del 2013 - Angel Lozano Heras (Oviedo)

La cuestión sobre si Unamuno estuvo encarcelado en su casa o no, ha llenado ríos de tinta en sus biografías, en innumerables textos de expertos unamunianos, de ponencias en congresos, seminarios, etc. Después de la tormentosa jornada del 12 de octubre de 1936, ¿Unamuno se recluyó en su casa voluntariamente? En un principio así fue para evitar males mayores, y para protegerse de las iras de los fascistas y seguidores del general Millán Astray. Recordemos que después de la disputa/altercado con el militar legionario, fue la mujer de Franco, Carmen Polo, arropada con los guardias falangistas, quien sacó del brazo a D. Miguel del Paraninfo universitario. Y luego lo trasladaron, bien protegido en coche oficial, a su casa de la calle las Úrsulas (Bordadores). Ese mismo día, por la tarde, sufrió humillaciones e insultos por parte de algunos socios que le expulsaron del Casino. Horas después fue depuesto como rector y como concejal del ayuntamiento salmantino. Y una semana más tarde, el 22 de octubre, el general Franco le destituyó como Rector vitalicio de la Universidad.

Existía un alto riesgo de que sufriera un atentado mortal; o al menos, se temía que pudiera ser agredido. Por eso, algunos críticos aseveran que el general Franco puso soldados de guardia a la puerta de su casa, junto a las Úrsulas, para evitar un atentado contra Unamuno. Que luego internacionalmente, fuera utilizado contra el nuevo régimen de los militares rebeldes, añadiéndose a la dura condena mundial por el asesinato del poeta García Lorca.

Pero Miguel de Unamuno, pasados los primeros días y sustos, salía de su casa a pasear; salía poco, eso sí, pero a veces se acercaba a la universidad a ver a algún colega. Otros días iba con su nieto Miguel al Laboratorio de Fisiología, de la facultad de Medicina, para recoger ranas disecadas que le sirviesen de modelo para enseñar a dibujar a su nieto.

La anécdota que se cita con frecuencia es que en una de sus visitas, acompañado de su hija Felisa, al convento de san Esteban, un fraile dominico dijo a su hija, que su padre estaba vigilado constantemente, y el soldado que les seguía a todas partes tenía orden de disparar si Unamuno pretendía escaparse.

Anécdota o no, muchos estudiosos unamunianos creen que sí pensó huir, en algunas ocasiones, vía la vecina Portugal a Inglaterra o a Francia, donde le esperaban buenos amigos. Pero también su familia de Salamanca, y los hijos en el Madrid republicano y en Palencia, le impedían tomar tan drástica decisión como hicieron otros intelectuales, colegas suyos. El caso es que si se hubiera visto en peligro grave de muerte, sí que habría intentado abandonar España, ayudado por muchas organizaciones. De hecho, unos días antes del pronunciamiento militar, ese mismo verano del 36, pudo viajar a Portugal, Lisboa, a un Congreso de Literatura, acompañando a unos profesores rusos que le habían visitado, e invitado por su amigo el profesor y poeta Eugenio de Castro, decano de la Facultad de Letras de la Universidad de Coimbra. Pero un maldito catarro estival se lo impidió.

Muchos autores describen la casa, enfrente del torreón de las Úrsulas, con la puerta siempre cerrada y un vigilante a la puerta. Esto no es verdad del todo porque muchas veces se iban los vigilantes- cincuenta metros más arriba al Campo de San Francisco a pelar la pava con las mozas. Pero sí estaba vigilado para evitar las tentaciones de la fuga, dejándole hacer vida normal con cierta holgura, y controlando de cerca las visitas que recibía. La mayoría de los visitantes eran falangistas, afirmando que le estaban protegiendo de posibles atentados fascistas. Unos días iban a su casa y otros salían con él de paseo, a veces para darle la vara, como diríamos hoy día. No soportaba a los fascistas y a los falangistas, que iban de intelectualoides. Decía de ellos Unamuno:Ya sabéis como los llamo, inmunda falangería, dementes y desgraciados.

Unamuno pasaba muchas horas al brasero de su casa. Las tardes eran frías, tibias, de invierno, cercana ya la Navidad de 1936, con la luz dorada de diciembre envuelta en una espesa niebla. España era entonces un país estremecido por los horrores cotidianos, donde campeaban las barbaridades y salvajadas de una guerra civil o incivil-: la ferocidad de la represión en la retaguardia, los fusilamientos masivos, sin juicio, los asesinatos por venganzas personales

No es posible aguantar tantas atrocidades de estos falsos salvadores de la civilización occidental cristiana. Qué equivocado estuve en julio, apoyando inicialmente el alzamiento militar de Franco. Mis amigos, unos están en la cárcel, Filiberto Villalobos, Moraza, Primitivo Santa Cecilia y Julio S. Salcedo; otros asesinados, como Casto Prieto y Manso en aquella cuneta, o Luis Maldonado, Casimiro Paredes y Manuel Alba A Salvador Vila lo asesinaron en Granada. Y Atilano Coco ha recibido el tiro de gracia hace unos días

Para distraerse, a veces jugaba con su nieto más pequeño Miguel a hacer pajaritas o a dibujar ranas disecadas. Otros ratos, muchos, leía en el despacho, sentado en su sillón frailero con una manta alrededor de las piernas. El despacho era una pequeña sala junto a la ventana que dejaba entrever la higuera del patio interior. Se sentaba alrededor de la mesa camilla, el brasero de cisco ya estaba encendido y ardía debajo. Su sirvienta Aurelia lo azuzaba para que la estancia se calentase un poco.

Unamuno divisaba, a través del balcón -más bien se intuían por la espesa niebla- las torres del Palacio Monterrey y más a la derecha, el torreón de las Úrsulas, las Adoratrices, y al lado, la casa de la Muertes, como miradores de sus ensueños de inmortalidad y de su encarcelamiento interior.

En la emisora local InterRadio Salamanca había acabado el parte de guerra y la arenga semanal de Millán Astray. Se escuchaba después una música militar, frívolamente, machaconamente, mientras aviones republicanos dejaban caer varias bombas sobre el Puente Ladrillo. Las bombas mataron a una mujer, dos jóvenes y un niño En la tarde fría, helada -y ya con niebla- de este diciembre del 36, iluminada por las ráfagas cobalto de los estallidos de las bombas, la muerte había llegado de un modo irreversible a Salamanca.

A partir de las siete de la tarde/noche cerrada del invierno, Aurelia le traía la cena. Poco minutos antes habían terminado las lecturas y las visitas. Y ahí estaba D. Miguel, envuelto en su chaquetón grueso, azul marino, de pie, arriba en la escalera de su casa/cárcel, despedía a los visitantes, alto, fuerte, erguido; su cabellera y barbas blancas, el rostro, de un color rosa dorado como el de la piedra plateresca de la ciudad salmantina: sus ojos, sus ojos no; ya no tenían esa apariencia de búho que tantas veces se ve en caricaturas y dibujos. Sus ojos, algo entristecidos y apagados, expresaban su dolor por España.

En los últimos dos meses de su vida, él sí se sentía recluido, encarcelado en una cárcel disfrazada, como rehén de un régimen militar que cautiva a uno en su casa por decir la verdad

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