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Delirios de grandeza

13 de Diciembre del 2013 - José Antonio Coppen Fernández

No por obvio deja de antojársenos prioritario advertir que el título alude a las personas que tienen creída su superioridad sobre los demás. Aclaración, por demás, que no precisa exhibir superioridad, quien no siente la inferioridad. O sea, queda claro que la megalomanía es un complejo absoluto de superioridad. No está exento de afán de grandeza, poder y riqueza, así como de un desmedido deseo de control. En realidad, hay que decirlo ya, está declarado como un mecanismo inconsciente, neurológico, que trata, como queda dicho, de compensar los sentimientos de inferioridad.

No le den más vueltas. En el comportamiento de quien lo padece subyace un amor desordenado y excesivo hacia sí mismos. Dicho de otra manera: son los que en el hombre podríamos calificar de «don perfectos» y en el caso de las mujeres de «doñas virtudes». Seguro que todos tenemos en nuestro círculo de amistades, o en el plano laboral, incluso en la familia, alguien que no puede ocultar esta afectación. Personalmente, no ocultamos que estos comportamientos nos producen rechazo.

Aclarado lo cual, cabe añadir que, en estos casos, se produce un desequilibrio que trastorna el sentido de la razón, es decir, se deteriora la capacidad que tenemos de ser racionales. Cuando los filósofos emplean la palabra «razón» no se refieren sólo a la lógica, también a la capacidad que tiene el hombre de ser racional, lo que se deriva de la palabra griega «ratio», que significa equilibrio. Puede transigirse el delirio de grandeza cuando no es exagerado y constante, aunque estimamos que yace en los genes de quienes lo exhiben. Pero cuando las paredes de una mente humana están cargadas de este abrumador comportamiento, entonces, esa altivez, presunción o engreimiento, tarde o temprano, produce empacho y, consecuentemente, quienes son portadores de estas actitudes normalmente inquebrantables, lo más fácil es que, por hacerse insoportables, se queden aislados. Y es que los grandes espíritus no andan por los caminos trillados.

Y es verdad, no hay mayor delirio que la audacia o la presunción de sobresalir. Curiosamente, ese afán de grandeza abunda mucho más entre los mediocres, que tienden a pavonearse, que entre los grandes hombres, que son de maneras sencillas. De ahí que se valore más esta condición, cuando la sencillez, en realidad, debería ser moneda corriente universal entre los humanos. La sencillez como actitud más racional carece de sinergias con el orgullo. La sencillez hay que aliñarla con sinceridad, que nade del principio de ser fiel a uno mismo. A esta virtud le seguirá, como la noche al día, no ser falsos con el prójimo. También conviene separar la diferencia de matiz que existe entre la sinceridad del descaro, que se confunde con excesiva ligereza. La sinceridad es una virtud; el descaro, un grave defecto.

Cuando somos presa del enardecimiento en acontecimientos que nos favorecen, es frecuente que se oscurezca la sencillez y automáticamente se revela como frágil y endeble la personalidad del individuo. Cuando Alejandro Magno le dijo a Diógenes que le pidiera lo que deseara, no le pidió riquezas ni honores, tan sólo le rogó que se apartara para que no le quitara el sol.

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