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El espíritu de la Navidad

1 de Enero del 2014 - Constantino Díaz Fernández (Oviedo)

Si bien es verdad que la Navidad es una fiesta tradicional, compartida por la mayoría de los habitantes de la Tierra, también lo es el hecho de que, poco a poco, ha ido perdiendo su verdadero significado, el que emana de su origen, para convertirse sólo en una cita gastronómica obligada con una fuerte capacidad de convocatoria para reunir en torno a una mesa, bien provista de exquisitas viandas, a muchos amigos y familiares que, habitualmente, por diversos motivos y razones, se mantienen dispersos durante el resto del año. No es que esto sea malo ni censurable, más bien todo lo contrario, aunque lo deseable sería que no quedase exclusivamente resumida a eso. Cualquier ocasión es buena para compartir nuestro tiempo libre al lado de aquellas personas con las que nos unen lazos de afecto y amistad, y ésta, precisamente, es la más propicia de todas cuantas nos ofrece el calendario; pero, dado que es compatible, no estaría de más que también fuese ocasión para pensar en los otros, en aquellas personas a quienes la fortuna les ha vuelto la espalda y que, golpeadas por la vida, se encuentran en situación precaria y necesitan de nuestra ayuda para sobrevivir. Aunque el sentido de la solidaridad hacia nuestros semejantes puede ser ejercido en cualquier época del año, es en ésta en la que, imbuidos por el espíritu de la Navidad, debería hacer despertar nuestra sensibilidad y remover con más fuerza nuestras conciencias. Seguro que ello nos hará sentirnos más felices y, por supuesto, contribuirá a hacer las fiestas más entrañables. Si en estas fechas nos mantenemos ajenos e insensibles a tantas miserias humanas que nos rodean y no practicamos un mínimo la generosidad, no estaremos celebrando la Navidad, estaremos solamente celebrando el solsticio de invierno o, en su defecto, para los habitantes del hemisferio Sur, el solsticio de verano.

Al igual que nos ponemos nuestras mejores galas para celebrar los acontecimientos más relevantes de nuestra vida, también es lícito y oportuno que llenemos de luz y adornemos las calles y las plazas de nuestras ciudades para recibir la llegada de la Navidad; pero si ello se queda sólo en una exterior y visible ostentación tendente a elevar el estado de ánimo de los viandantes para estimular el consumo, sin que consigamos que la alegría de las fiestas llegue a los hogares más humildes y, sobre todo, a los que sólo tienen por techo el cielo, habremos pervertido su verdadera razón de ser, convirtiendo meramente la celebración en una «macrooperación» mercadotécnica. La felicidad, entendida como el estado de ánimo que se complace con la posesión de un bien, no necesariamente necesita de muchas cosas, pero, indudablemente, es imposible conseguirla sin nada.

En cualquier caso, ¡felices fiestas!

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