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Narciso, Pigmalión y Midas, prototipos de insensatez

30 de Diciembre del 2013 - Ángel Gacía Prieto (Oviedo)

La mitología griega se encarga de avisarnos, a través del símbolo, el drama y tantas otras bellas maneras de expresión, de los problemas y dificultades que acechan a nuestra existencia. No ha estado nada contenida a la hora de manifestar las diversas formas de insensatez que cualquier humano es capaz de personalizar. La rápida consideración de estos tres, entre otros muchos, puede servir de ejemplo.

Narciso es un niño gracioso, guapo. Hijo del río Cefiso y de la ninfa Liríope, está muy pagado de sí mismo y desprecia las atenciones de los demás. La preocupación materna lleva a Liríope a preguntar al ciego Tiresias si su hijo vivirá mucho tiempo. Y la respuesta del sabio no se hace esperar: «Sí, siempre que no se mire a sí mismo».

Las palabras de Tiresias no fueron comprendidas en aquel momento, y cayeron en el olvido. Pero el paso del tiempo y la insensibilidad del muchacho al amor y cariño de los demás fueron creciendo en Narciso, hasta el preciso momento en que un buen día de mucho calor el joven se acercó a una fuente para refrescarse. Allí reparó en su figura reflejada por el agua y se enamoró tan perdidamente de sí mismo que quedó días y días en una postura de autocontemplación, hasta olvidarse de comer y llegar a la soledad y la muerte. Incluso, cuando fueron a recoger su cadáver para quemarlo en la pira funeraria, había desaparecido. Eso sí, en su lugar apareció una flor de color azafrán con una corola de pétalos blancos...

Pigmalión era un escultor de Chipre que de tanto admirar una estatua femenina de marfil, esculpida por él mismo, acabó enamorándose de ella. Era tan bella y perfecta como no lo era ninguna mujer verdadera. Y a la escultura dedicaba poesías, engalanaba con lujosas ropas, llevaba flores y los más caros regalos.

El rey Midas quiso sacar provecho de la presencia en su corte de Sileno, un viejo sátiro ayo de Baco, que había sido encontrado adormilado y borracho en un bosque por siervos del monarca. Midas lo cuidó para obtener después el favor del dios del vino.

En la presencia del agradecido Baca, Midas, llevado por su ambicioso afán de dinero, le pide al dios que le dé poder para convertir todo en oro. El dios del vino le avisó de los males que esta facultad podría causarle. A pesar de todo, la insistencia de Midas hace que acabe concediéndole su deseo. Y a partir de ese momento todas las cosas se convertían en oro al contacto de sus manos; también la comida, el agua, la cama... Y Midas comienza a comprobar su pernicioso poder, que hace de su vida una fuente de riqueza que no permite comer, beber ni descansar. Sólo enriquecerse le es posible a Midas.

Adorarse a sí mismo, a la excelencia del propio trabajo y al dinero eran idolatrías de aquella época. Y de ésta. Por eso siguen ahí Narciso, Pigmalión y Midas, para que los pueda ver el que quiera.

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