Mala cosa

6 de Enero del 2014 - Gabriel Santullano

Asombrados con el saqueo de las arcas públicas, la brutal devaluación interna y la contrarreforma social, no nos hemos dado cuenta de que el Gobierno, apoyándose en la mayoría absoluta parlamentaria, estaba convirtiendo en ficción la democracia, la Constitución y la política. Aunque esta afirmación pudiera parecer desmesurada, nada tiene de exageración, porque, como escribió Tocqueville: la libertad está en peligro cuando la mayoría no encuentra ante sí ningún obstáculo que pueda contener su marcha. Y, en este momento, el poder ejecutivo, sustentado tan sólo por el 30% del censo electoral total, ha logrado tal control de todos los poderes que su marcha hacia la tiranía es imparable.

No es casualidad. Rajoy llegó a la presidencia no por sus méritos, que son escasos, sino empujado por fuerzas muy poderosas, ávidas de quitar grasa (dinero y derechos) a los ciudadanos. Y eso requería mano dura. Así que, en cuanto se instaló en la Moncloa, sepultó en un arca todas las promesas con las que había embaucado a los electores y tiró la llave en el mismo mar donde flotaban los hilillos de plastilina que fueron el hazmerreír del mundo entero. Liberado de la máscara populista, tras la que había escondido su programa, se lanzó como ave rapaz sobre los trabajadores con el propósito, jamás declarado, de restablecer la tasa de ganancia del capitalismo, salvar un sistema financiero al borde del colapso por su endeudamiento y restañar los daños causados por la burbuja inmobiliaria a los magnates del ladrillo, a los que tantas atenciones debía. Muchos votantes, que se habían tragado sus mentiras sin masticar, se sorprendieron al comprobar que a Rajoy le importaba un bledo el sufrimiento provocado por los zurriagazos de Zapatero. Nada había de extraño en su desprecio: la derecha en España careció siempre de sensibilidad social y ni siquiera es misericordiosa. Por eso, el plan de salvación del capitalismo se cargó sobre los hombros de los trabajadores y de las clases medias, que «habían vivido por encima de sus posibilidades» y tenían que pagar por su lujuria consumista. En vez del árnica antizapateril prometido en la campaña electoral, los votantes recibieron aceite de ricino, un purgante que la derecha siempre manejó con destreza. Fabra y su «¡que se jodan!», jaleado con regocijo por el grupo popular, resumieron el programa oculto. Éste, difundido a bombo y platillo en guindés, montorés, rajoyés o cospedalés, resultó, cuando los ciudadanos lograron traducirlo al castellano (el cospedalés está aún sin descifrar), que consistía en un desmantelamiento radical del Estado social y en una expropiación de una parte sustancial del sueldo de los trabajadores y funcionarios para entregárselo a la banca y a los empresarios, a través del ajuste salarial y la privatización de los servicios.

Es en este contexto en el que surge la doble necesidad de recortar los derechos y restablecer las jerarquías. Recortar derechos, porque, usados con inteligencia, podrían convertirse en armas eficaces para desbaratar la contrarreforma; restablecer jerarquías, porque las consideraban alteradas por un sistema que había cedido demasiado poder a los trabajadores frente a unos empresarios que seguían creyéndose los «amos».

El primer objetivo de esta ofensiva contra la libertad consistió en hacerse con el control del poder judicial. Su independencia, que debería servir para corregir los extravíos de la democracia, era un estorbo para cumplir el plan de rebajas y recortes. De manera que, en previsión de futuros conflictos, el Gobierno reprodujo su mayoría política en el Consejo del Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional, convertidos así en instrumentos clave, por una parte, para avalar el proyecto de derribo del Estado social consagrado en la Constitución, y, por otra, para el castigo de quienes se rebelasen contra la opresión de los que gobiernan. Además, una nueva ley restringió de manera drástica el acceso a la justicia. La arbitrariedad, una de las armas preferidas por las dictaduras, se instaló nuevamente entre nosotros. La compensación de poderes, eje central de un régimen constitucional, quedaba hecha añicos. Era un paso decisivo hacia la tiranía.

Subtítulo: Hacia el abuso del poder en grado máximo

Destacado: Como escribió Tocqueville: la libertad está en peligro cuando la mayoría no encuentra ante sí ningún obstáculo que pueda contener su marcha

Destacado: El plan de salvación del capitalismo se cargó sobre los hombros de los trabajadores y de las clases medias, que habían vivido por encima de sus posibilidades y tenían que pagar por su lujuria consumista

Pero como esto, siendo mucho, no era suficiente, se inició una feroz cruzada para apoderarse de todas aquellas instituciones que en algún momento pudieran interferir en sus objetivos. De modo que, sucesivamente, el Gobierno se fue haciendo con todo el poder en el Tribunal de Cuentas y en la Agencia Tributaria, ambos decisivos en la resolución de las vidriosas cuestiones relacionadas con el dinero del impuesto contrarrevolucionario, recaudado por los sucesivos tesoreros del PP. En un acto de pura chulería autoritaria, se mandó al cuarto oscuro a funcionarios de estricta profesionalidad, situando en los puestos de dirección a gentes suyas más dóciles y maleables. Seguidamente, con la vista puesta en un nuevo caciquismo, se proyectó el vaciado de competencias de los ayuntamientos, que es donde nace la vida política, y se rebajó la calidad democrática de los parlamentos regionales, de manera que sólo pudieran dedicarse a la política los que tenían recursos propios. En resumen, el Gobierno, tras las friegas de Rajoy a los poderes del Estado y a su organización territorial, no era sino una vasta complicidad que comenzaba en el Parlamento y tenía su extremo en el poder judicial y en la Administración. Entre ambas fronteras, muy poca libertad quedaba.

Con todo, para muchos, aún era demasiada. Por eso se llevó a cabo el asalto al cuarto poder, que, a estas alturas, era el único que podía contener la marcha del Ejecutivo hacia la dictadura. Para lograrlo se emprendió una limpieza ideológica de los medios públicos. Prensa, radio y TV, con raras excepciones, comenzaron a dar cada día una visión deformada de la realidad a través de noticias incoloras y tendenciosas. Por su parte, los cauces privados de información de mayor audiencia, en manos de la banca, se dispusieron a realizar el trabajo sucio con la difusión de palabras cargadas de vitriolo contra los sindicatos y los políticos. A éstos los presentaban como si todos fueran iguales, banalizando así cualquier alternativa. Los más neutros fumigaron a las audiencias con somníferos deportivos y sentimentales en dosis masivas.

Sin embargo, esto sólo era el aperitivo de un menú cuyo plato fuerte sería el control férreo del orden público. Éste, pese al feroz ataque a los derechos y libertades, apenas había sido alterado, porque, en los momentos de crisis el terror cobra alas y la miseria sólo provoca motines o protestas tímidas y aisladas que la fuerza pública controla fácilmente. La prueba es que el Gobierno no precisó moverse un milímetro de su posición depredadora y sectaria. La mayoría silenciosa se inhibió y la resignación del «es lo que hay» impregnó los espíritus. Pero el silencio de los pueblos es la advertencia a los que gobiernan. Y el Gobierno era consciente de qué naturaleza estaba hecho el silencio y comprendió que pertenecía a la especie de los silencios elocuentes. Sabía que, como una inundación cuando se retira, tras la crisis quedaría un paisaje destruido, pero fértil para que los agravios brotaran, el rencor por los sufrimientos pasados creciese y floreciera el ansia por recobrar lo más pronto posible lo que aguas turbulentas habían arrasado. Es decir, sabía que la recuperación traería consigo la reivindicación y la lucha. Para impedir esta posible primavera, el Gobierno se dispuso a lanzar un nuevo ataque decisivo a la libertad individual y a la libre expresión de la soberanía popular, ingeniando tres armas mortales: la ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, la ley de Seguridad Privada y la reforma del Código Penal con las que iza la bandera de corsario que permitirá la persecución sin trabas de los derechos de reunión, manifestación y huelga y que despejará su camino hacia la tiranía. Es una decisión de largo alcance cuya efectividad es menos para hoy que para mañana, cuando, superada la crisis (y todas las crisis se superan), se requieran trabajadores dóciles y baratos, como los quiere la oligarquía neoliberal: que trabajen más, que ganen menos y que no protesten. Y si protestan, garrote y tentetieso. Será el abuso de poder en grado máximo: la tiranía. Por eso, permitir que estos proyectos se hagan realidad es hipotecar el futuro, es poner en manos del Estado un arma excesivamente poderosa. Y lo que es peor: revelaría una sociedad sin pulso, y unos ciudadanos que nos comportaríamos, dicho con palabras de Ignacio de Loyola, que seguramente encantarán al ministro del Interior, «perinde ac cadáver», del mismo modo que un cadáver. Mala cosa.

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