Ya pasó todo

14 de Enero del 2014 - Marina Alfreda Álvarez Argüelles (Oviedo)

Ya se apagaron las luces de neón de escaparates y calles. La ciudad –desvanecida la púrpura y recogidas las mágicas alfombras que enaltecieron el paso de los Reyes– volvió a mostrar su cara lavada y su raído traje de invierno.

Atrás quedaron las orgías de afectos y las gastronómicas.

Referente a los preparativos de la Navidad, casualmente llegaron a mí los avatares de Cristina en unos grandes almacenes. Ésta es una chica de unos 17 años, más bien baja, fuerte y muy sonriente y expresiva. Está haciendo el Bachillerato y vive con sus padres en una barriada nueva de la ciudad.

Fue la tarde del día 22 de diciembre cuando Cristina se dispuso a ir al centro para recoger los apuntes de una amiga y ultimar algunos detalles navideños.

Empezaba a helar y una suave niebla envolvía la ciudad, repleta de luz. Figuras y símbolos de estas fiestas, desde lo alto de los grandes almacenes, hacían caricaturescos guiños a los presuntos compradores.

Después de recoger los apuntes en casa de su amiga, Cristina entró en la planta baja de los citados almacenes, en medio de un gran tumulto. Corbatas, pañuelos, perfumes... Todo desaparecería vertiginosamente bajo manos expertas, en crujientes papeles de colores. Y, de fondo, los clásicos villancicos. Por fin, Cristina logró acceder a una de las solicitadas dependientas, para comprarles algo a sus padres. Luego se dirigió a la sección de adornos y motivos navideños. Oye, por favor, rogó a una de las chicas: tres cintas rojas, dos pliegos de papel plateado y dorado, una bolsa de bolitas variadas, dos velitas y aquella estrella...

A la salida, gentes y coches, cargados de paquetes variopintos y bolsas, en donde no faltaban los clásicos de la mesa: el cava y los turrones.

Pero aquellas luces intentando perforar la niebla, el ruido agobiante del tráfico y aquel enjambre humano, en continuo vaivén, junto al frío de la noche, produjeron en Cristina una especie de mareo; un sudor helado la empapaba. Entonces, todavía consciente, buscó refugio en el portal más cercano, sentándose en el primer peldaño de las escaleras. Apoyó la cabeza sobre las rodillas y, exhausta, fue soltando, irremisiblemente, hasta la última amarra que la ligaba a la realidad. Pasado no se sabe qué tiempo, alguien tocó a Cristina en el hombro:

–¿Qué te pasa? ¿Te llevo a algún sitio?

–No, no... gracias –dijo confundida, restregándose los ojos y poniéndose de pie con dificultad. Y una vez que el vecino del inmueble subió las escaleras, llevándose la mano a la frente, murmuró: debe de ser muy tarde. ¿Qué me pasó?, ¿me mareé? ¡Qué sueños más extraños! ¿Fue un sueño...? Permaneció de pie, intentando tomar posiciones. Estaba helada y los nervios se habían apoderado de ella. Puso los guantes y recogió las compras que aún estaban en la escalera. Pero sus manos, crispadas, fueron empuñando y estrujando la bolsa abultada de velitas, bolas, cintas, estrella... Apretó hasta hacer crujir entre sus dedos la última de las indefensas bolitas. Luego dejó caer la maltrecha bolsa y limpió con su mano enguantada la ardiente y helada humedad de sus mejillas. Debo de estar loca, murmuró.

Y, aunque no se sentía nada bien, inició el camino de casa, muy despacio y ensimismada. Así que prefirió atravesar la parte vieja de la ciudad a volver por la bulliciosa avenida.

El ambiente deslumbrante había desaparecido: la iluminación era mortecina, y las casas –enmohecidas y apretujadas– tenían el olor y color propios de la escasez. Los transeúntes podían contarse. Algunas familias, que regresaban del centro eufóricas, hablando alto. Unas mujeres, en zapatillas, se apresuraban sosteniendo en sus manos bolsas de comestibles que acababan de adquirir en la indulgente tienda de barrio. Algunos hombres, cigarrillo en ristre, buscaban tertulia en uno de sus habituales bares. Doblando la esquina, el clásico chigre concurrido, cuyo alboroto llenaba la calleja. Por lo demás, humedad y noche.

Y, ya más distendida, aunque muy cansada, Cristina llegó a su casa.

Sus padres ya estaban preocupados.

Su madre, con tono de reproche, le preguntó: «Qué, ¿viste a tu amiga e hiciste las compras?».

«Sí, vi a mi amiga, pero no hice las compras», contestó Cristina. «¿No dices que no estamos para lujos?».

«Sí, mujer, pero tampoco supondría un dineral...» (contestó su madre).

«No, no compré nada; nos arreglamos con lo del año pasado».

«Pero la estrella está fatal...», añadió su madre.

«Mamá, ¿sabes lo que dijo el poeta León Felipe?».

«Pues no, no conozco a ese señor...».

Y Cristina (haciendo gestos de fingida pedantuela) contestó: «León Felipe dijo: La estrella de Belén no se pone jamás porque todos los días nace un Dios nuevo».

«Anda, mira cómo se defiende», contestó su madre, un tanto desconcertada. «Tú, hoy, ni compras, ni nada... ¡sabe Dios dónde estarías!».

El padre permanecía en el sofá, en apariencia atento al diálogo entre las dos. Pero al final dijo:

«¡Ay!, no entiendo nada, hija, pero me están entrando ganas de besarte...». Y alargó, impaciente, los brazos, reclamándola...

Marina Alfreda Álvarez Argüelles

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