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Unamuno: Nochevieja del 36

31 de Enero del 2014 - Ángel Lozano Heras (Oviedo)

El día 31 en Salamanca, tras una noche de helada negra, amaneció un día claro y azul, pero con la nieve congelada sobre las calles adoquinadas; los témpanos suspendidos de las barandillas de los balcones y los árboles repletos de carámbanos llorones. Unamuno paseaba por el gélido caserón arrastrando sus viejos pies y de vez en cuando –y a pesar del frío que le calaba hasta los huesos– se asomaba al balcón para contemplar los negrillos nevados de la calle de Las Úrsulas; más arriba, al fondo, veía el campo de San Francisco, verde y blanco bajo la nieve.

A media tarde de esa Nochevieja de 1936, en plena guerra civil o incivil de los españoles, ya empezaba a caer la niebla sobre Salamanca. Sentado en el sillón frailero, apoyado en su mesa camilla al calor del brasero –no sabría don Miguel el tiempo que habría pasado desde que el débil sol de diciembre se puso tras la torre del palacio de Monterrey–, ultimaba algunos versos del Cancionero. A esas horas llega a visitarle –¿a sus sueños, también?– el profesor falangista Bartolomé Aragón.

–¿Qué tal, querido Bartolomé? Me encuentro mejor que nunca. Y le agradezco que no venga hoy con su camisa azul, como lo hizo el último día, aunque veo que trae el yugo y las flechas.

–Vengo del frente de Madrid, don Miguel

–De eso precisamente quiero que hablemos. Y tengo que decirle cosas muy duras de oír –le espetó Unamuno con cierto acaloramiento–. Hablaremos sobre los sucesos del frente de guerra y sobre las represalias falangistas, fascistas, en la retaguardia.

En ese momento, nervioso y exaltado, Bartolomé se levantó de la mesa y aludió a que Dios le había dado la espalda a España, disponiendo de sus mejores hijos, muertos o asesinados en la lucha de las dos Españas.

–¡No, Aragón, no! –le espetó seriamente don Miguel–. ¡Eso no puede ser! Dios no puede volverle la espalda a España ¡España se salvará porque tiene que salvarse! Y golpeó fuertemente sobre la camilla mirando duramente a Aragón a los ojos.

Tras un largo silencio, Unamuno parecía ahora semiadormecido, con la barbilla declinada lentamente sobre su pecho. Un fuerte olor a zapatilla quemada en el brasero de cisco impulsó a Bartolomé Aragón a acercarse a don Miguel; pero éste cae de bruces sobre la camilla dándose un golpe seco. No responde ni respira; su corazón se para por una hemorragia bulbar; ha muerto.

–¡Ha muerto Unamuno! Las máquinas de escribir no pueden callar y tienen que disparar como metralletas toda la noche, comunicando al mundo la triste nueva –gritaba desaforado, fuera de sí, Giménez Caballero a Víctor de la Serna y a Obregón cuando se topó con ellos en la plaza Mayor.

–Temo que suframos ahora una época de atroz silencio –sentenció Ortega y Gasset nada más conocer el fallecimiento de don Miguel.

¿Unamuno muerto? ¿Es que puede morir Unamuno? ¿No será esto otro sueño? Si sueño morir, la muerte es un sueño, un agónico sueño de mi creador.

Está nevando, ahora, cuando escribo estas cuartillas en mi vieja casa de Salamanca. A mis ya 72 años, mis recuerdos y mis ansias de inmortalidad empiezan a blanquear, como mis cabellos. Está nevando sobre el campo de San Francisco y sobre el torreón de las Úrsulas, que veo desde mi ventana. Nieva sobre mis memorias y mis escritos. Cae la nieve, y también caen mis sueños sobre mis personajes, Gertrudis (Tula), Abel Sánchez, Augusto Pérez, don Sandalio, don Manuel el cura bonachón. Y todos mis entes literarios, de ficción, hasta Bartolomé Aragón, Víctor Goti y yo mismo, Miguel de Unamuno, me acompañan en este interminable sueño de una eterna Nochevieja del 36, helada, blanca y negra a la vez.

Y se disipó en la niebla negra, en una nube tenebrosa. Todo es, ahora, negrura y frío. Quizás algún día soñaré otra vez y volverá a ser mi personaje, mi hijo espiritual más lúcido, más entrañable, mi cuáquero unamuniano

«Mételo, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar; dormirá allí, pues viene deshecho del duro bregar».

Ángel Lozano, Oviedo

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