A querer y a que nos quieran
“…Y yo fui muy feliz tocando el
tambor en unas hojas volanderas
que, por ironías del destino, se han
empeñado en burlar el olvido…”
Faustino F. Álvarez
Llegué en noche lluviosa y fría al hotel, pero con el calor de estío del mediodía de Valencia de Don Juan en el corazón. Una vez más –como hermanas inseparables– la literatura y la pintura se abrazaban en un hermoso acto.
No cabía en el recinto ni un cristiano más, bendecidos todos por el padre Ángel, el “Bergoglio de La Rebollada”. Amigos entrañables en la mesa para presentar un libro con aquellos bellos artículos que se publicaban en LA NUEVA ESPAÑA hace treinta y cuatro años, de la pluma social y poética –empapada de auroras y crepúsculos– que en la mano sostenía Faustino Fernández Álvarez, con quien tanto quiero. Los pinceles, trazos, dibujos, carboncillos y alegorías corrían a cargo de Manolo Linares, con otra mano diestra y versátil pintando el alma de la gleba profunda y todo cuanto en ella ocurre. Lágrimas en las niñas de los ojos y palabras profundas y hermosas de todos, entre ellas las de Fausto: “…Hemos venido al mundo a querer y a que nos quieran…”.
Mi amistad con ambos nace en la prodigiosa década de los sesenta cuando Manolo y este cronista rendíamos pleitesía a la patria en el ejercicio de las armas –no violentas y con una flor virtual en el cañón– en el Ferral del Bernesga. El joven pintor obraba de carpintero, pintando cuadros sobre la madera para el coronel Leoncio España Gutiérrez, y este cronista, llevando las riendas del departamento de subayudantía a las órdenes del capitán Manuel San Martín Vidal.
Subtítulo: Con Faustino F. Álvarez recordando bellos y vetustos tiempos en LA NUEVA ESPAÑA y la raya de Galicia con los pinceles de Manolo Linares
Con Fausto, hubieron de transcurrir tres años más –o algo así– para encontrarnos en la antigua redacción del periódico de mi vida, desde cuyos ventanales del primer piso cuarenta y seis años me contemplan. Camilo, en la puerta, con "Lin", el perro mascota al que llevaba al fútbol; en el rellano, la palabra justa, precisa y preciosa del maestro de todos: Paco Arias de Velasco. ¿Qué tal, tevergano? Frente por frente, el despacho de Luis Alberto Cepeda. ¡Qué sonrisa tan grata y hombre prudente! Una botella de sidra alegraba nuestra amistad en Altamirano; Luis Mier, haciendo cuentas, y tras la cristalera, Cabal Valero.
Al fondo de la amplia sala soleada y con vistas al Naranco (¡qué cabreo el de Manolo Avello cuando los nuevos edificios le impidieron contemplar el monte de Oviedo!). En el centro, una gran mesa con una montonera de periódicos llegados de todo el país; al fondo, Pañeda, con sus teletipos y “el rincón de los modestos”; luego Quilo (Aquilino), Julio Ruymal, tableteando con su mano izquierda –fiel a sus ideas– sobre la Olivetti; Fausto, con su barba pelirroja y su pipa; Manolo Avello, con su fina ironía y la palabra sabia; Carlos Rodríguez, Juan de Lillo, Evaristo Arce (a quien tanto debo), Orlando Sanz, Eugenio de Rioja, Carlos María de Luis (con sus dibujos, colecciones de trenes y buen saber), Chano García –ya era director del “Asturias Semanal”–, Evelio, el ordenanza, con sus gruesas gafas de montura negra… (perdón por si alguien me queda en el tintero), y también arriba los laboratorios fotográficos –José Vélez, Santiago García…– con sus luces rojas y vasijas para el revelado. Desde allí, una angosta escalinata conducía a los talleres de impresión.
En la planta baja Luis González y los demás compañeros administrativos. Escaleras abajo, hacia el sótano, el equipo de corrección y maqueta, con Fernando Barbas, Julián…, y los talleres, de donde, con el canto del gallo, salían las noticias en un mundo de letras: las linotipias enumeradas con sus baños de plomo tecleando sin parar, Fernando, Marcelo, Poli, Candanedo, Alfredo Alonso, Urbano Villanueva, Argüelles…; el fotograbado por puntos con sus idas y venidas, la Ludlow, los cajistas, el huecograbado, la esterotipia y, a un lado, vestida de azul, con sus plumas impregnadas de tinta y a cielo abierto, la rotativa, con las tejas, adosadas al tambor, lanzando en cada segunda vuelta, gracias a una muesca en uno de los cilindros, veinticinco ejemplares bien contados que recogía con afán y prestanza un compañero. Y, al frente de todo, Manolín Jiménez.
Fueron gratos tiempos aquellos. De todos aprendí el bello secreto que se esconde en la jungla de papel y el libro cotidiano que se imprime en un periódico una noche sí y otra también. Coordinaba Fausto a los corresponsales de prensa esparcidos por toda la región: Tino Rebustiello, Casimiro Argüelles, Artime, Luis Calleja Ochoa, Carmen Alonso, Valdesijo, José Ángel Alonso Jesús, Pedro Llera Losada, Ramón Prada, Gerardo Fernández…
Recuerdo aquel trabajo realizado con Fausto en la visita del ministro Pérez de Bricio a Teverga, cuando Hullasa –el motor económico de toda una comarca, reducida hoy a la nada– se vendía por una peseta. Doy fe de que Pepe Vélez nos hizo un retrato, con su Contax, y la Peña Sobia al fondo, pero no logré encontrarlo para la ocasión. Y una noche trágica, el reportaje conjunto sobre el desastre de la mina Mariquita, en Santa Marina de Quirós –hizo en noviembre cuarenta años–, en el que perdieron la vida seis mineros, y otros trabajos hasta llegar casi a quince mil.
Y un día, hace de esto ya muchos años, Fausto, Manolo Linares y el doctor José Luis Suárez cogían cuadernos, plumas, pinceles y mochilas y allá que se fueron hacia el Poniente en busca de la tierra de nadie y de todos sobre las que se habían posado las manos del olvido. Ellos escribían y pintaban sobre Sabino, el cabrero del Connio, y yo lo hacía sobre Velardo, el pastor de Gradura; ellos hacían un poema sobre la piel del agua del pantano de Grandas de Salime y yo, sobre los “hombres del hierro en los lagos de Somiedo”. Fausto escribía su “Asturias directísimo” y yo, una nota con foto sobre la Feria del Rosario o las desventuras del final de la vida minera en Teverga.
Y otro día me escribió el postfacio de mi primer poemario “Alba poética” con un prólogo exquisito del recordado y querido Víctor Alperi. Por Fausto conocí a Ángel Gónzalez, poeta, Tico Medina, Cándido, Diego Carcedo, Juan Cruz, José Luis Balbín, Brosio Ortega… Y así hasta aquella noche lluviosa y cercana repleta de gente y de sentimientos encontrados. Hasta hoy y hasta todas las sombras nocturnas del mundo cuajadas de estrellas apacibles y un belén de luna llena al lado de mi gente querida, “…en una noche densa de perfumes / bellas palabras calificativas / para expresar amor ilimitado / amor al fin sobre las cosas todas…” (Ángel González).
Fausto: “…Algo daría, siquiera una sonrisa más y compartida –nos dijo en sus palabras– por repetir aquel viaje…”. Nada tienes que dar, amigo del alma, porque cuando llegue el milagro de la primavera y la esperanza –con la rama verdecida del olmo de Machado–, los tres nos iremos a las tierras por donde se oculta el sol en busca del tiempo perdido y de la raya que separa las Asturias de Galicia por valles y quebradas donde canta el urogallo, se colma de arándanos el oso y las truchas de plata salen a pastar a las riberas.
Tomaremos de nuevo la barca de José –ya con las sienes blancas por el tiempo que pasa y que pesa– remando “…con los brazos abiertos como un crucificado por el viento…” y llegaremos a la orilla de la aldea de Foxo. La comuna de hippies “visionarios de ideales, patria de locos y solar de soñadores” estará deshabitada y sumida en la bruma de la tarde. Abril, Luna, Clea y Chivito –los niños de antes– serán ya hombres y mujeres devorados por la sociedad del ruido y de las prisas, del móvil y del consumo. Todo será silencio y ni un hilo de humo azul de lares apagados por el abandono ascenderá a los cielos. Mejor así para disfrutar de la paz y de los amigos.
“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” (Neruda), pero haremos una fiesta del viaje viendo cómo el sol recoge sus últimas hebras para un canasto, mientras Manolo Linares, a nuestra vera, pintará un hermoso lienzo mojando sus pinceles en la flor del agua.
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