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Europa, una tarea inacabada

13 de Julio del 2009 - Raúl Mayoral Benito

Europa es algo más que un concepto geográfico, es un concepto cultural e histórico, es decir, un orden de valores, un modo de pensar y de vivir distinto y peculiar. El ser colectivo de Europa conserva un enorme caudal de bienes espirituales y materiales. Los pueblos europeos representan en el mundo un factor indispensable para el equilibrio de las relaciones internacionales y la prosperidad y el bienestar del género humano. Europa es, pues, una unidad cultural, cuyo elemento central es la fe religiosa. Pero además de unidad cultural, Europa es civilización. No toda cultura crea civilización, pero la europea sí. Una civilización que, en la mediación de la antigüedad grecorromana y judío-cristiana, ha producido la racionalidad, el humanismo, la concepción espiritual del hombre, la democracia y los valores que la han hecho emerger en el mundo.

Subtítulo: Los pueblos europeos son una unidad cultural cuyo elemento central es la fe religiosa

Destacado: Católicos practicantes eran De Gasperi, Monet, Schuman y Adenauer, y ellos hicieron realidad el sueño de la unidad de Europa

En el Medievo, Europa tenía en común la lengua, la religión, las instituciones políticas y los estilos artísticos. Hoy, Europa, para salvar su unidad cultural indiscutible, tiene que ser también una unidad política. Mejor dicho, tiene que volver a ser, porque unidad política ya la tuvo. Los europeos medievales vivieron bajo una misma autoridad moral y un común emperador en tiempos del reinado de Carlomagno y del imperio de Otón I de Alemania. Tras el siglo XIII, la unidad de Europa se rompe. Frente a la racionalidad tomista se alzó el nominalismo voluntarista. Y no hubo diálogo ni concordia, sino guerra. Es la guerra de los Treinta Años, guerra de religión en la que se enfrentaron la unidad católica y la disgregación protestante. Es el primer desafío a la identidad cristiana de Europa. Con la reforma, Europa pasa de la unidad universalista al particularismo nacionalista; surgen las iglesias nacionales. La Paz de Westfalia en 1648 sella definitivamente la división del continente y puso fin al universalismo medieval sin una común concepción religiosa. El segundo desafío contra la conciencia cristiana europea es la Ilustración. Aparece el Estado puramente secular. Se declara a Dios como una cuestión puramente privada que no es parte de la vida pública. Religión y fe pertenecen al ámbito del sentimiento, no al de la razón. Sin embargo, desde 1815 hasta 1870, Europa logra un extenso período de paz. Tras las guerras napoleónicas, cinco naciones europeas conciertan la Santa Alianza. Aún sin estar Europa unificada, bastó la acción coordinada de cinco estados para asegurar la paz durante más de medio siglo. Lo que cimentó esa unión fue su base cristiana. No en vano, el texto de la Santa Alianza comienza así: «En nombre de la Santísima e indivisible Trinidad…».

Tras la II Guerra Mundial, y el fracaso de las doctrinas totalitarias y colectivistas, pero también cierta frustración de las democracias liberales, se exigía en Europa la búsqueda de una nueva solución que facilitara la construcción del edificio político, social y económico que el Viejo Continente necesitaba. Se pretendía partir de la condición de la persona humana, de su dignidad, determinando cuáles son sus derechos y sus deberes. El cristianismo, una vez más, fue motor en la puesta en marcha del proceso de construcción europea. Católicos practicantes eran De Gasperi, Monet, Schuman y Adenauer, y ellos hicieron realidad el sueño de la unidad de Europa. Entendieron que Europa consistía en algo más que la mera agregación de unos recursos de carácter comercial y de unos procedimientos burocráticos gestionados a través de unas instituciones más o menos consolidadas. Se trataba de realzar todo el acervo de valores espirituales, de la creencia religiosa, de la cultura, del pensamiento político adquirido en centurias de historia común, de victorias, de trabajo e incluso de sangre y lágrimas. El proyecto de los padres fundadores de la Unión Europea coincidirá casi cincuenta años más tarde con la esencia de la exhortación apostólica de Juan Pablo II «Ecclesia in Europa» de hacer un continente abierto y acogedor no encerrado en sí mismo. Una Europa plenamente consciente de que otros países, otros continentes esperan de ella iniciativas audaces para ofrecer a los pueblos más pobres los medios para su desarrollo y su organización social y para construir un mundo más justo y más fraterno.

De Europa y sus raíces cristianas trató el curso de verano que la Asociación Católica de Propagandistas organizó en el santuario de Covadonga la pasada semana. Durante las sesiones se planteó la gran cuestión: si se hace abstracción de todo lo que en su historia Europa debe a la Cruz y a la fe, ¿qué quedará? Lo que Europa ha llegado a ser lo ha sido bajo la Cruz. Si se aparta de la Cruz dejará de ser Europa. Los cristianos aspiramos a recoger esta herencia cultural y espiritual para dar un alma cristiana al proceso de integración europea en el que nos encontramos al inicio del nuevo milenio. Para retomar su camino con fe y esperanza, Europa debe superar su crisis de identidad, que se manifiesta en la oposición despiadada a su alma cristiana. La verdadera unificación de Europa sólo puede conseguirse bajo la inspiración de un humanismo político de estilo profundamente cristiano. Robert Schuman, uno de los padres fundadores, afirmó que la unidad europea sería el fruto de un largo proceso. Proceso que aún no ha acabado, ya que una Europa que no sabe decir una palabra sobre su identidad cristiana es una Europa que todavía está buscándose a sí misma.

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