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Cangas del Narcea, una guía completa

7 de Abril del 2014 - AgustÍn Hevia Ballina

Sobre mi mesa de trabajo se amontonan libros, papeles, cartas, plumas estilográficas, bolígrafos, lápices y un ordenador al lado. Quien contemple tal mesa de trabajo con tal barullo de cosas seguramente pensará en lo desordenado que pueda ser su dueño. Con todo, ese bello desorden refleja un orden, que sabe que a cada uno de los libros o de los papeles o de la correspondencia le llegará su turno para ser despachado y podrá pasar a lugar definitivo en la biblioteca o en el personal archivo.

Eso me venía pasando con la «Guía de Cangas del Narcea» que hace unas fechas me regalaron –obsequio para mí preciadísimo– mis amigos María del Roxo, del ibiense pueblo de Taladrid, y Alberto Álvarez, que están sacando adelante una colección de guías capaces de parangonarse con las «Guides Bleus» francesas o con las guías Michelin, siendo para mi gusto superiores las de Calecha Ediciones, porque te acercan a algo de mayor intimismo por su cercanía, por su realce de lo pequeño, de lo aparentemente insignificante, de lo que muchos pasan sin fijar la mirada en ello; aquello que te llega al alma porque parece traerte recuerdos y reviviscencias de un mundo que, después de enfrascado en su lectura, semeja haber sido vivido en tu subconsciente de hace cientos de años, porque se hallan adobadas esas guías con los ecos de la tradición y de las consejas populares, de las vivencias cotidianas, como si te adentraran en un pasado remoto que te acerca a sus contenidos en una como permanente vivencia de fresca actualidad.

Leo incansable esta guía, que a duras penas consigo separar de mis manos y de mi vista, cuando ya los ojos se cierran en reparador sueño, para, cual nuevo Sísifo, volver de nuevo, con el nuevo día, a enfrascarte en otras pocas páginas, que de nuevo te acentúan vivencias de cosas queridas. De nuevo releo el título de esta guía: Cangas del Narcea. El Narcea es un río omnipresente en cualquier parte del libro que pongas ante tus ojos.

Subtítulo: El río, omnipresente en todas y cada una de las partes del libro

Destacado: Un río Narcea nutricio, alimentador, fecundo y, perfilando y delimitando comarcas, unos montes en Sierra, por un confín o Las Montañas, por el otro

La presencia del río como ente sustentador del conjunto todo no puedes evitarla. Me la tenía embebida en mi alma, como si se tratara de añosas reminiscencias, en una geografía eclesiástica y civil, aprendida en el Liber Testamentorum o en el Libro Becerro de la Catedral de Oviedo. Ríos y montes, valles y vegas, erías y abertales, aquellas para parcelar y aprovechar la tierra, éstos para beneficiarse de los ríos. Un río Narcea nutricio, alimentador, fecundo y, perfilando y delimitando comarcas, unos montes en Sierra, por un confín o Las Montañas, por el otro. Unos ríos definitorios de demarcaciones eclesiásticas, presentes en las vetustas delimitaciones de los arciprestazgos, en las más vetustas aún de la parroquias, con sus ríos, sus riachuelos, sus riegas, sus arroyos en lo pequeño, en lo de cercana intimidad. Y unos ríos que alimentan y hacen crecerse al Narcea, caudaloso y rico en fecundidad: ahí están el de Rengos y el de Naviego, que dieron nombradía a los territorios que riegan y personalidad de comarca a sus tierras. Por algo el poeta asemejó los ríos a la vida, cuando escribió en solemnidad de inmortales coplas: «Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar, que es el morir». Una geografía o demarcación de la tierra marcada por un río, que es vida, que confiere vida, que configura para los lugares y las cosas una como sempiterna biografía, perenne e inacabable.

Una geografía religiosa que, a golpes de hisopo y bendiciones, fueron cristianando los monjes de Monasterio de Hermo o de San Juan Bautista de Corias, después, a la vez que enseñaban las prácticas y las técnicas de la agricultura, que los aprendieron a realizar el cultivo de la vid, en sus innumerables viñas y viñedos, que garantizaban el vino para el humilde condumio de cada día, a la vez que aseguraban, también con sus trigales, las que serían especies sacramentales, el pan y el vino que se ofrecían en los miles de misas en que se consumaba el sublime sacramento de la eucaristía que, como acción de gracias al Dios de las alturas, se elevaba desde cada altar de las 54 iglesias parroquiales que tachonaban los mapas y los atlas de un territorio de bendición y de bienandanza, regado abundosamente siempre por el correspondiente río. El todo, como si fuera un libro abierto, una biografía puesta por escrito del padre Narcea o del Rengos o del Naviego.

Hace años pude tener la suerte de haber leído los tres volúmenes, en edición facsimilar, de «La Maniega», el meritorio boletín en que se compendió la vida, la biografía canguesa de unos años que miramos con orgullo de ser antecedentes gloriosos de un presente de plena vitalidad y de gratas prospectivas para el futuro. Anoté entonces, en aquella lectura sustanciosa, las iglesias todas, con las iconografías de sus santos de devoción y de las advocaciones todas que generosamente se me ofrecían. No dejé sin anotar ninguna capilla, ni ningún oratorio ni la más humilde ermita, que iba descubriendo como si de un hallazgo embellecedor se tratara, como tampoco se me pasó por alto ningún topónimo que tuviera detrás un santo de una hagiotoponimia rica y venturosa.

Pasaron los años: ahora, en este año de 2014, vuelvo a leer deleitosamente, a contemplar, siquiera en fotografía lo que, en rica mostración, nos ofrece este libro, la guía de María del Roxo y de Alberto Álvarez. Las ideas, las sugerencias, los consejos, las orientaciones rezuman de este libro que los eruditos y los curiosos, más sencillos que aquéllos, buscan con ansia en las librerías, por miedo a encontrarse con la expresión del librero: «Está agotado» (que pronto, a buen seguro, lo estará).

Vuelvo al Libro de los Testamentos: releo, me paro en deleitosa contemplación en las diversas manifestaciones latinas del río: será, unas veces «rivus»; otras, «fluvius»; otras aún «amnis». Traducidas al hoy, siempre «el río», un río único, el Narcea, que, cual un embrujo embriagador, subliman María del Roxo y Alberto, para ofrecernos acabada y llena de perfeccionismo esa «Cangas del Narcea: Guía Completa», que he leído con deleitamiento, con fruición y con agrado plenos. Gracias, amigos del alma por la dádiva que tan generosamente nos habéis ofrecido. Quien contemple Cangas del Narcea con vuestros ojos, en esta «Guía Completa» no se verá defraudado, sino, al contrario, resultará profundamente enriquecido.

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