El más grande de Muros
Hijo de un indiano murense, Armando Grande había nacido en Nueva York hacía 94 años, pero su padre quiso que estudiara en España. Cuando llegó a Muros para iniciar su aventura escolar aún se veían los restos del castro sobre el que se asienta la iglesia y que explican el topónimo del pueblo y del concejo.
Esas dos almas, entre ultramar y el terruño, entre lo urbano y lo rural, son las de la Asturias del siglo XX y las que marcan la biografía de Armando Grande, uno de esos ilustrados y eruditos de los que Asturias da al menos uno por concejo, aunque son un género en extinción que desaparece con ellos, porque ahora los jóvenes tienden a pensar que la sabiduría está a golpe de clic.
Aunque recorrió las regiones devastadas de la España de la posguerra paliando los desastres materiales de la contienda y ejerciendo su trabajo de ingeniero técnico de Obras Públicas, Armando pasó su vida entre Oviedo y Muros.
En la capital era el mejor embajador de su concejo, un conseguidor al que se deben muchas obras y favores. En su pueblo su figura, imponente y elegante, con camisas a modo de guayaberas y sombreros distinguidos que le daban un aire de galán de Hollywood o del indiano que nunca dejó de ser, aportaba un aire de distinción a los veraneos murenses.
Sus modos compaginaban con su porte. Era un caballero tan amable y educado que es imposible imaginarle enemigos.
Cuando yo lo empecé a tratar ya estaba jubilado y tenía tiempo para dedicarlo a sus pasiones, que eran la investigación histórica, la escritura y el concejo de Muros. Me envió una carta escrita a máquina con su delicioso estilo antiguo, casi decimonónico, pidiéndome ayuda para publicar, porque había cerrado un boletín que se editaba en el bajo Nalón, donde yo me había acostumbrado a leer sus artículos. Cuando nos vimos le propuse reeditar «La Ilustración Asturiana», una excelente publicación dirigida por el periodista Edmundo Díaz del Riego que se editaba en San Esteban a principios del siglo XX, prácticamente en la época en la que los pintores de la Colonia de Artistas de Muros llamaban a la ría del Nalón la Arcadia de Asturias.
Desde entonces formamos una pareja peculiar, por el contraste de edad y de ideologías, aunque pronto nos dimos cuenta de que esas diferencias son absurdas cuando se comparte la pasión por la historia, la cultura y tu propio entorno.
Antetítulo: In memóriam
Subtítulo: Armando Grande fue el mejor embajador de su concejo en Oviedo
Destacado: El codirector de «La Ilustración Asturiana» debería tener una estatua en cada rincón de su pueblo, porque fue uno de los murenses más relevantes del último siglo.
Con la ayuda de Juan José García, ambos conseguimos resucitar «La Ilustración Asturiana», que vivió desde entonces una rica segunda parte, un siglo después de la primera. Trabajar con Armando era muy alentador. Metódico, ordenado y dotado de una memoria excelente, Armando era una rata de biblioteca y un residente a tiempo parcial en los archivos históricos que le interesaban, que eran especialmente los que podían aportar datos o aclarar dudas sobre el concejo de Muros. Escribiendo tenía el estilo pulcro y ameno de los de su generación. No ofendía nunca, por duras que fueran sus críticas. Era uno de los habituales de las «Cartas al Director» de LA NUEVA ESPAÑA, del que siempre fue un fiel lector.
De Armando aprendí muchas cosas, por ejemplo lo grande que es el amor por lo pequeño, empezando por el lugar donde naciste. Pero, sobre todo, comprobé lo ridículo y lo equívoco de las distinciones políticas e ideológicas, que si existen tienen que ver con las actitudes y no con las creencias. Armando era un conservador muy progresista, una de las personas más avanzadas que conocí. En lo esencial coincidíamos absolutamente. Nunca encontramos motivo para discutir. Era defensor de la lengua asturiana y de la toponimia tradicional, aunque nunca logró verla recuperada en su concejo.
Si el presidente mexicano Lázaro Cárdenas debería tener en España una calle en cada ciudad por su generosidad con los exiliados españoles, Armando Grande debería tener una estatua en cada rincón de su pueblo, porque fue uno de los murenses más relevantes del último siglo. Pero ya se sabe que España y Asturias se desprecian e ignoran a los mejores, y así estamos, con la meritocracia por los suelos y el paro por las alturas.
Muros no es excepción, y va a la cabeza en tal desatino, porque la indiferencia oficial con la que fue tratado Armando por el Ayuntamiento local tiene precedentes y provoca bochorno. El codirector de «La Ilustración Asturiana» no pudo acceder a los archivos municipales hasta que no medió para ello la oposición municipal hace unos años. Pese a las peticiones populares, de la asociación de vecinos murense y a través de firmas de ciudadanos, el Ayuntamiento vetó repetidas veces su nombramiento como cronista oficial del concejo, una tarea que desarrollaba sin reconocimiento alguno, porque Armando investigaba, divulgaba y publicaba, no solo en «La Ilustración Asturiana», ya que también editó con su propio dinero una monumental historia de Muros. Cuando daba conferencias la Alcaldesa y el gobierno local nunca estaban, aunque se los esperaba. Ni siquiera acudieron a su funeral.
Armando era demasiado elegante y derrochaba excesiva bonhomía como para expresar contrariedad por esos desaires, aunque le hubiera encantado que su propio Ayuntamiento, del que tanto sabemos gracias a él, le hubiese correspondido por sus impagables esfuerzos y trabajos sobre Muros, que ya son referencia imprescindible para los historiadores interesados en el pasado local.
Tras superar la pérdida de Carmina, una bellísima y cariñosa mujer con la que formaba una pareja inseparable, Armando se refugió aún más intensamente en «La Ilustración Asturiana», hasta que la enfermedad le impidió siquiera escribir. Cuando hace un par de semanas le llevé el último número, el 50; tras trece años ininterrumpidos, el único que no lleva su firma, me contagió su emoción y su alegría, la postrera de su larga y apasionante biografía. Me cogió la mano con la suya temblorosa y se despidió de mí con la misma dulzura con la que hablaba y escribía.
–Muchas gracias, «La Ilustración Asturiana» me dio mucha vida.
Se me olvidó decirle que la mía es mucho más rica gracias a él.
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