Borges y la ética política
Acaso ya llevo vivo demasiado tiempo y encima no me gusta este mundo. Me siento un consumidor inútil, porque no tengo 20 años para ir de voluntario a defender la libertad de Ucrania.
Yo tenía 16 cuando el injustamente no-premio Nobel de Literatura, Jorge Luis Borges, publicaba en 1935 la «Historia universal de la infamia», sin darle una dimensión realmente universal pero sí estrenando un nombre significativo que marcó una época y que regresa en oleadas.
Tres años después de la edición de aquella obra de Borges, en septiembre de 1938, tuvo lugar una infame conferencia en la que los primeros ministros de Gran Bretaña y Francia, Neville Chamberlain y Édouard Daladier, con el argumento de «salvar la paz», se humillaron ante Hitler y Mussolini y se ensañaron sobre una democracia que no contaba con 50 millones de habitantes ni estaba «armada hasta los dientes» y, por lo tanto, no podía soñar con oponerse a un Tercer Reich recién engordado por la anexión de Austria, falsamente llamada Anschluss —un enlace amistoso a modo de matrimonio.
Todos los vecinos de Checoslovaquia se le echaron encima rasguñando territorios contiguos a los suyos con argumentos análogos a los que esgrimía Alemania: la defensa de minorías germanas que gozaban de paz y prosperidad en las laderas checas de los montes Sudetes. Eran unos actos a todas luces moralmente repugnantes que, además y por adelantado, justificaban los siguientes pasos de la voracidad alemana, así como, y de rebote, de la rusa, actos presididos por la fría mirada de Hitler y la risa orgullosa e imbécil de Mussolini. Como bien sabemos, Chamberlain y Daladier no salvaron ninguna paz; sin embargo, elevaron la inmoralidad internacional a la altura de un contraejemplo de quehacer político frente a quien no dudaba en usar la ley del más fuerte, del más astuto y del más sinvergüenza.
El siguiente episodio de la infamia tuvo lugar en Teherán y, definitivamente, en Yalta, cuando Churchill y Roosevelt se humillaron ante Stalin y entregaron toda Europa central y oriental a la esclavitud soviética.
Hoy, 13 de abril de 2014, Yulia Timoshenko publica en la prensa occidental, «El País» incluido, un artículo en el que denuncia la posibilidad de que se repita aquella infamia de Yalta, de febrero de 1945, esta vez respecto a Ucrania.
La advertencia de Timoshenko viene muy a tiempo para advertir de la faceta moral de los actos políticos a gobiernos como el español, que suelen alinearse con políticas imperialistas. Nos acordamos muy bien de la oposición de la política exterior española al desmembramiento de la Unión Soviética. También a la solución justa en la exYugoslavia, nombre que ocultaba el imperio serbio, y España aún se niega a reconocer la independencia de Kosovo. Esta política responde a un mimetismo debido al pasado imperial español, que dejó un poso imperialista en el sentir de la mayoría de los españoles "muy españoles", y postulan que todos los habitantes autóctonos del estado español son de nacionalidad española. Todos los estados con pasado imperial tienen esta tara. Siguen sangrantes la cuestión kurda en Turquía, los múltiples problemas de injusticia en Rusia o la imposibilidad española de aceptar la madurez política catalana o vasca. ¿Es realmente imposible que el más fuerte sea también el más justo?
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